21 de enero de 2013

UN VIAJE A SALAMANCA

© Ramón B. Boscá Crespo

   Mariano y yo nos hemos levantado temprano, nuestras mujeres se han quedado durmiendo y descansando. La noche anterior nos lo anunciaron, al regreso del viaje que realizamos por los alrededores de la sierra de Francia; por el pueblo de La Alberca, a la cima de la peña de Francia y el paseo por el paraje natural de Las Batuecas. Acabaron con sus fuerzas, y exhaustas para seguir nuestro ritmo, decidieron pasar el último día de vacaciones sin salir de la casa rural.
     A Mariano le ha tocado preparar un pequeño desayuno antes de partir, yo soy negado a toda clase de tareas domésticas. Él no es que sea muy ducho en esos menesteres, pero al menos se defiende.
     Nuestra aventura comienza alrededor de las ocho y cuarto, un recorrido de poco de menos de cincuenta kilómetros, desde el pueblo de Tamames a la gran ciudad, Salamanca. Una carretera secundaria, nada que envidiar a las autovías de la región.
     Partimos medio dormidos, pero con el espíritu en alto y nos animamos el uno al otro, con algunos chistes, con algunas bromas, con alusiones a la noche pasada y para no caer en la monotonía, hablamos de nuestras mujeres, de lo mal que va el futbol. Cualquier tema es bueno para distraernos.
   Apenas hemos recorrido unos diez kilómetros, cuando a lo lejos vemos a un autoestopista, ambos nos miramos, una fracción de segundo nos basta, parecía un hombre de mayor edad, nuestras miradas nos hacen más cómplices y decidimos parar.
    Continuamos nuestra marcha, con el invitado sentado en la parte trasera del monovolumen. Y descubro que tengo algo en común con él, el nombre, ambos nos llamamos Roberto. Es una persona entre cincuenta y cinco años y sesenta, o una pizca mayor, algo difícil de definir, por su escaso pelo cano y su piel curtida, se nota que es un hombre de campo, quizás agricultor, quizás ganadero. 
   De carácter cordial, y cariñoso, con un perfil muy abierto, nos indicó que se dirigía al pueblo de Aldeatejada, a un kilómetro de nuestro destino, aunque cuando se enteró que íbamos a hacer una visita turística a la capital, se apuntó, se ofreció como guía y enseguida aceptamos. Para nosotros, que era nuestra primera visita y no conocíamos nada del casco antiguo de la ciudad, su ayuda nos podría servir de mucho. 
     Algo extraño estaba pasando, me sentía muy a gusto, ese trío era perfecto. Yo no podía explicar el qué, pero parecía un imán que me atraía, nunca había sentido esa sensación con otros humanos de mi mismo género, de mi misma estirpe, de mi misma índole, de mi misma especie, algo semejante nunca me había sucedido, era como una atracción que hacía imposible separarme de ese ser.
    Aparcamos en una zona reservada para discapacitados, muy cerca del hotel San Polo, Mariano dejó sobre la bandeja del coche, visible, su tarjeta. Nunca había tenido claro porqué razón le habían concedido ese distintivo, pero lo cierto era que nos había servido de ayuda en muchas ocasiones de estas vacaciones, y en esta también. Olvidarnos del coche era un buen objetivo para nuestras visitas.
    Iniciamos la andadura, Roberto delante y nosotros lo seguimos de cerca, sus pasos lentos, su hablar cansino, hacía que nos fuéramos reconfortando, su conocimiento, su sabiduría, hacía que lo siguiésemos sin titubear; nos guió hasta un edificio, era el convento de San Esteban, la visita duró poco menos de dos horas. Pudimos hacer fotos en el claustro y en la iglesia, pero se nos negaba en el museo, a pesar de todo, Mariano consiguió sacar un par de ellas, oculto desde un rincón por donde las cámaras de seguridad no alcanzaban su visión.
     Salimos de ese monasterio y pasamos al lado del convento de las Dueñas, en él, Roberto nos recomendó sus ricos dulces hechos por las monjas dominicas. Pero declinamos la invitación y dirigimos nuestros pasos hacia el centro de la ciudad, paseamos por la calle Rúa Antigua, y llegamos hasta la casa de las Conchas, edificio que tan solo bordeamos, tan solo lo contemplamos por fuera, sin entrar, sin traspasar su pórtico. Tras la vista de este edificio del que me he quedado desengañado, por haberme forjado una idea errónea, según las imágenes representativas aparecidas en libros de geografía y en otros de monumentos emblemáticos de España. Por la expresión que me lanza Mariano, me da a entender que está de acuerdo conmigo, que no le ha gustado. Roberto, nuestro improvisado guía, se da cuenta del desencanto que nos ha producido el contemplar este edificio, sin hacer comentario alguno, aunque, noto extraña su mirada, me da que pensar que algo no anda bien, esa visión perdida, y esa necesidad de buscar un asiento. Me hace intuir lo peor, aunque no acierto a saber lo que sucede.
     Desde la lejanía, observamos como un policía local se acerca a nuestro viejo guía, frente a él, parado, por un momento duda, como si no estuviera seguro de conocer a la persona que tiene delante. Pero por el saludo que le tramita, percibo que son conocidos. Roberto alza la vista, extrañado, no lo reconoce, no lo recuerda, con sus ojos pregunta, sin obtener respuesta. El policía que es de edad similar, nota que algo pasa, se sienta a su lado y le tiende la mano de amistad. Mariano y yo, nos vamos acercando paulatinamente, poco a poco al ver la escena. Roberto intenta buscar refugio en nosotros, le gusta lo que está haciendo, guía por un día, no comprende lo que le dice el policía, no recuerda su nombre, su amistad, su confianza.
      El uniformado se dirige a nosotros, se presenta como amigo de Manolo Casamayor, al que decimos que se ha equivocado, no conocemos a ese señor, que nuestro guía espontáneo se llama Roberto. Tornando su voz a más confidencial y acercándose más, nos comunica que este señor padece de Alzheimer, que llevan días buscándolo, se perdió entre el trayecto de su pueblo, Aldeatejada, y Salamanca, en sólo un kilómetro varió su rumbo. No era la primera vez que sucedía, pero siempre al cabo de pocas horas recordaba su domicilio, retomaba a su vida y aparecía por las cercanías, pero en esta ocasión todos estaban preocupados, hacia una semana que no sabían nada de él, sus neuromas se estaban dañando a ritmo acelerado, el deterioro avanzaba a pasos agigantados.
     Tras el conocimiento de la terrible historia de ese hombre tan entrañable, Manolo Casamayor, que nos ha acompañado y ayudado mucho en la visita turística, aunque corta a Salamanca, Roberto, para nosotros, se aleja acompañado de su amigo, de su guardián, mirando hacia atrás como no queriendo despegarse de nosotros. Tiene que seguir su vida y nosotros nos alejamos para culminar por nuestra cuenta lo que hemos comenzado esta mañana. Apenas han pasado varios minutos de las diez y estamos tomando un café en la emblemática Plaza Mayor, parada obligatoria para todo viandante que se precie de visitar la ciudad.
    Nuestra visita concluye tras una vuelta rápida por el interior de la catedral nueva y acceso interno a la catedral vieja. El asunto de Manolo me ha marcado mucho, aunque para mí seguirá siendo Roberto.
     Regresamos a la casa rural, alrededor de la una y media, allí nos esperan nuestras mujeres para comer. La tarde la pasamos relajados y hablando sobre nuestra escapada a la gran ciudad, el resto del tiempo lo usamos preparando nuestro viaje de vuelta. Nuestras vacaciones ya se han acabado, volver a nuestras cotidianas vidas. Aunque nunca podré olvidar este viaje ni a mi tocayo Roberto.

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