15 de enero de 2013

¿SUEÑO O REALIDAD?

© Pepe Gallego


La desidia, la insatisfacción, el desasosiego, la amargura, el miedo. Todo ello atenazaba su espíritu. Un día más, una semana más. Hoy volvería a intentarlo pues no podía permitirse el lujo de rendirse, pero la realidad era que ya no tenía fuerzas y la esperanza se le escapaba como un árbol al que se le desprenden irremediablemente sus hojas caducas, o como un arroyo pierde su alegre fluir en la congelación pasando al áspero y seco crujir del hielo. Se miró en el espejo y observó el cansado rostro esculpido por las horas de vigilia, con marcadas y profundas ojeras, salpicado de ríos plateados en sus sienes. Hacía tiempo que el insomnio había hecho presa en él. ¿Cómo era posible haber llegado a aquella encrucijada con apenas treinta y pocas primaveras?

Mientras pensaba en ello, la cuchilla de afeitar se deslizó por las sombras de su cara tratando de buscar algo de luz que poder ofrecer en su cita. Cuando la hubo dejado bien rasurada, dejó que el bálsamo la hiciera arder cual pergamino en el fuego. Con ayuda del peine y no sin esfuerzo, aplacó su rebelde pelo ondulado. Abatido, se colocaba el pantalón de elegante caída, el de su boda, y anudaba sus mejores zapatos. Cogió la percha colgada en el pomo del armario que portaba una blanca e impoluta camisa planchada, colocándosela mecánicamente pues seguía inmerso en sus divagaciones. Su reflejo en el espejo le devolvía una imagen perdedora, o al menos eso era lo que él veía. Agachó la cabeza y se apoyó con ambas manos en el lavabo tratando de no derrumbarse una vez más. No hacía más que culparse por toda la situación, por todo lo que le estaba ocurriendo, por todo cuanto le rodeaba. Y la impotencia…eso era lo peor, la impotencia de quemar sus naves un día tras otro con el mismo resultado, la nada.
Algo carnoso y húmedo rozó su mejilla.
Te quiero, papi.
Alzó la mirada a su derecha y observo la candorosa carita de su hija que le sonreía en brazos de su esposa.
Yo también te quiero, mi vida - le dijo mientras besaba su frente y le acariciaba su larga melena rizada.
Anda, ve a elegir los muñecos que te llevarás a la “guarde” ―le convino su madre soltándola en el suelo. La chiquilla echó a correr alocada perdiéndose por el final del pasillo.
No lo soporto dijo él.
No te culpes más, tú no podías controlar lo que ocurrió. Ni tú, ni ninguno de tus compañeros ―respondió ella.
Pero debería haberlo previsto, haberme anticipado a la jugada, haberme marchado a otra empresa.
No había razón para hacerlo, tenías un buen trabajo ella le decía esto mientras le anudaba la corbata.
¿Qué será de nosotros?... la casa, el coche, todo embargado… ¡pronto se llevarán los muebles!, ¿cómo puedes estar tan tranquila? 
Porque tengo una hija preciosa y al marido más maravilloso del mundo, ¿qué más puedo pedir?...todo lo demás es secundario, preocupante, sí, pero secundario ―y tendiéndole la chaqueta añadió―; ahora, cuando atravieses la puerta de casa, deja en ella tus miedos y tu
vergüenza, solo ve a esa entrevista y muéstrate cual eres, con el mismo arrojo y seguridad con el que un día te acercaste a hablarme. Si conmigo funcionó, con ellos también puede hacerlo. -
Él, con el pulgar de su mano derecha, acarició el rostro de su esposa con dulzura. Pero unos instantes después, la faz se le volvió a ensombrecer antes de preguntar:
¿Y si no me eligen?
Ella se acercó, le beso en los labios y le dijo:
Tanto si te eligen como si no, yo seguiré estando aquí, a tu lado. 

Un tintineo metálico sacudió su mente. Hacía frío, mucho frío. Mientras oía alejarse el inconfundible sonido de unos zapatos de tacón, pasó sus cuarteadas y deterioradas manos por los canosos y apelmazados cabellos entre los cuales se abría camino una incipiente calva. Al bajar los brazos, observó aquellas manos entre cuyos dedos destacaba una señal. Suavemente, como si frotara la lámpara mágica de un famoso cuento, acarició la marca donde una vez hubo una alianza. La nostalgia le hincaba sus profundas raíces en el corazón. Pero ya no sentía rabia, esta había sido derrotada por la tristeza y el desánimo. Sí, hacía tiempo que se había rendido. Se incorporó trabajosamente y trató de mitigar el nudo de su garganta como tantas otras veces, con un tetra brick de vino que guardaba celosamente bajo la raída manta. Con la torpeza provocada por sus rígidos y helados riñones, se giró sobre sí mismo y vio dos monedas. Alargó la mano para recogerlas arañando mínimamente la acera con sus uñas repletas del mundo que le rodeaba. Desplegó un cartón que tenía apoyado junto a la pared, se lo colocó encima y tosiendo profundamente hasta notar el sabor mezclado de la sangre y el vino, se dejó arropar por la implacable oscuridad. Hacía frío, mucho frío.
Pepe Gallego

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