14 de agosto de 2012

FUTBOL TOTAL


© Raúl Garcés Redondo


Lo encontré entre la montaña de artículos de liquidación que se alzaba en un rincón de la sección de electrónica de un conocidísimo comercio de la ciudad. Llevaba tiempo detrás de un videojuego sobre fútbol, pero mi situación económica no me permitía disfrutar de las últimas novedades que ofrecía el mercado. En la caratula, dos jugadores peleaban por el balón, luciendo las camisetas oficiales de sus respectivos equipos, a la sazón eternos rivales de la que llaman «mejor liga del mundo». No figuraba el año de lanzamiento pero debía tener unos cuantos, visto los jugadores de la portada, retirados hace ya tiempo de la competición deportiva. Sobre éstos, en grandes letras, el título en inglés, algo así como: Total soccer.
Era domingo por la tarde. Mi padre solía acudir al bar que hay debajo de casa para ver el partido por el canal de pago. Jugaba nuestro equipo contra un recién ascendido a la primera división. «Les vamos a patear» —repetía eufórico mi viejo, ondeando como un enloquecido la bufada con los colores locales mientras mi madre le colocaba bien el cuello de la camisa. Yo prefería escucharlo por el aparato de radio. Las apasionadas voces de los locutores hacían, sin duda alguna, más emocionante el choque.
Todavía faltaba algo más de una hora para que diera comienzo el encuentro. Con el fin de hacer más agradable la espera, decidí estrenar mi reciente adquisición. De entre todas las opciones posibles, elegí en la pantalla el equipo de mi ciudad y como rival, aquel que lo iba a ser esa misma tarde en el estadio. Parecía sencillo: izquierda, derecha, arriba, abajo, pase y tiro.
La radio vociferaba las alineaciones de ambos conjuntos cuando el partido virtual finalizó. Dos a cero. No estaba nada mal siendo la primera vez que jugaba. Satisfecho, apagué la consola y subí el volumen del transistor. «¡Vamos muchachos, ahora les toca a ustedes!»
Una hora y tres cuartos después, el bar debía ser una locura de banderas, cánticos y vasos en alto desbordados de cerveza. Nuestro equipo había ganado por dos goles a cero.
Mientras saltaba, rebosante de alegría, sobre la cama, ignorando, todo hay que decirlo, los gritos reprobatorios de mi madre desde la cocina, tomé la decisión de repetir cada domingo lo hecho aquella tarde pues parecía que le había dado suerte al equipo.
Al principio pensé que se trataba de una grata coincidencia; pero tras varias semanas repitiéndose el mismo resultado del videojuego en el posterior partido de futbol, comencé a dudar. «¿Y si tiene el poder de manipular el futuro?» Para cerciorarme pensé en dejar de jugar antes del encuentro real o en hacerlo pero contra otro equipo y no el rival de cada domingo. Aunque bien mirado, sea por el motivo que fuese, nuestra escuadra iba líder de la clasificación. Y eso era algo nunca visto en los casi cien años de historia del club.
Según el calendario de la temporada, a partir de ahora tocaba enfrentarnos a equipos más fuertes. Y, claro, las victorias contundentes de las primeras jornadas dieron paso a sufridos empates. «Lo importante es que seguimos sin conocer la derrota —exclamaba mi padre orgulloso mientras pasaba con celeridad las páginas de periódico en busca de la sección de deportes—. Debemos continuar así».
«Eso díselo a mis fatigados dedos» —pensaba yo.
Aquella tarde nos enfrentábamos al todopoderoso equipo de la capital. Contaba todos sus partidos por victorias, gracias sobre todo a su letal delantero, un muchacho menudo por el que suspiraban los principales club del mundo. Y además lo hacíamos en su campo, un enorme estadio de fútbol que si viéndolo vacío ya impresiona, no digamos con su hinchada llenando el graderío de sonido y color. En esta ocasión mi viejo resolvió no bajar al bar. Demasiados nervios hacía ya cada domingo como para encima soportar a un más que probable árbitro casero. Pero colocó el sofá bien cerca de la ventana para poder oír durante el encuentro el griterío de debajo de casa. «Te pasas todo el día ahí sentado. Eso cuando no estás con tus amigotes. Bien podrías hacer algo de provecho, como por ejemplo arreglar esa lámpara que ni sé el tiempo que lleva sin lucir» —le reprochó mamá todavía con los guantes de fregar puestos.
«Me hará bien distraerme con algo para olvidarme del partido» —pensó mi padre. Y, rescatando su vieja caja de herramientas del fondo del armario, se puso manos a la obra. Mientras, yo ya había elegido a los jugadores virtuales que formarían el once titular para enfrentarme a tan temido equipo. Tan solo restaba el pitido inicial para dar comienzo al choque en la consola cuando, de repente, se fue la corriente eléctrica de toda la casa. Pude ver mi cara de incredulidad reflejada en el monitor apagado. Cuando regresó la electricidad, el partido en el estadio ya había comenzado y a juzgar por los insultos que llegaban de la calle, las cosas no iban nada bien.
Esperamos, con las ventanas bien cerradas, a que dieran comienzo las noticias en la televisión para conocer el resultado final del encuentro. Ante nosotros una guapa presentadora leía con desgana: «Y en el partido disputado esta tarde en la capital del país, el equipo local tras ir por delante en el marcador durante casi todo el encuentro, terminó perdiendo sorprendentemente gracias a la inesperada remontada del conjunto visitante».
Habíamos ganado. No lo podía creer. Qué importaba que los comentaristas deportivos no se molestaran en ocultar su malestar por el desenlace del partido. O que intentarán justificar las decisiones arbitrales que nos dejaron con tres jugadores expulsados y dos goles anulados. Habían ganado. Eso era lo único importante. Y lo habían conseguido ellos solitos. Nada había tenido yo que ver en esta victoria. Así que, después de todo, no existía ningún extraño poder en aquel juego de oferta. Eso pensaba hasta que mi hermano pequeño exclamó eufórico: Dos a tres. Qué casualidad. Es el mismo marcador que he conseguido yo con la consola del tato.

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