© María del Carmen Encinas (Mallorca)
La
joven Marian subía cada día a una pequeña montaña que se alzaba
majestuosa frente a su pueblo, quería estar en forma y por qué no,
perder un par de kilos. Era fácil subir; un pequeño camino
asfaltado serpenteaba hasta casi la mitad. A partir de ese punto la
calzada estaba empedrada formando unos escalones irregulares a tramos
y en otros lo ocupaban relucientes piedras pulidas por el paso del
tiempo y la gente, eso hacía un poco más difícil la subida, en
días de mucho sol o cuando la lluvia hacía presencia se tornaban
resbaladizas. Ese trecho tenía un encanto especial casi bucólico. A
ella le gustaba pararse unos instantes a respirar la paz que reinaba
en ese lugar y contemplar el bello paisaje que se divisaba; el pueblo
a sus pies, rodeado en parte por esplendidas montañas y un poco más
allá hace presencia la costa, un mar azul que queda grabado en el
iris de quien lo ve por primera vez. Era en este tramo donde se
encontraba una pequeña cueva, la cual se conocía con el nombre de
La cueva del demonio, nada asustaba de ella y en contra punto, justo
al lado de la entrada, en la misma piedra estaba La silla del buen
Jesús; que contradicción el infierno al lado del cielo.
Después
del esfuerzo venía la recompensa. En la cima descansaba un antiguo
monasterio medieval; una torre gótica y una muralla. Allí se
respiraban épocas pasadas. A Marian le gustaba recorrer el
reflectorio, andar bajo la gran nave de arcos ojivales con sus
grandes ventanas, todo un lujo para la vista. Luego dirigía sus
pasos hasta la pequeña iglesia, no era por ser una ferviente
creyente, sino porque aquel lugar la cargaba de energía para volver
a los problemas cotidianos.
Empezó
sus ascensos como simple deporte, pero poco a poco la necesidad de
subir era más fuerte, algo superior que no podía controlar. Hiciera
calor, frío o lluvia, tenía que subir, y lo más curioso es que se
sentía irremediablemente atraída por el altar bajo el ábside. Y
aunque ella intentó averiguar que era lo que la atraía tanto, no
encontró nada especial, hasta que un día, estando a punto de salir
del recinto eclesiástico le pareció ver por el rabillo del ojo un
haz de luz, que desapareció con la misma rapidez con la que ella se
giró. Desde ese día sus paradas en la iglesia eran más largas y
siempre, solo cuando Marian se dirigía a la puerta, creía percibir
por unos instantes aquel haz de luz. Un día fue más rápida y pudo
ver asombrada, que aquel suave resplandor provenía de un hermoso
ser, que al verse descubierto desapareció tras un mural. Ella no
sintió temor alguno, al contrarío necesitaba volver a verle de
nuevo. Así que al día siguiente subió con más ahínco que nunca y
se dirigió con determinación al altar, entonces habló en voz baja,
con la esperanza de que el ser que se escondía allí la escuchará.
—Por
favor déjate ver —espero. Nada.
»Solo
quiero hablar con tigo —suplicó.
Entonces
el ser de luz surgió de detrás de una de las columnas del altar.
Tenía el rostro de un bello joven, con mirada calida y una sonrisa
triste en los labios. Su cuerpo emitía una luz más brillante que en
el rostro y dejaba diferenciar el contorno de un cuerpo que parecía
humano. Estaba levitando a unos centímetros del suelo.
—¿Qué
deseas de mí? —preguntó con voz melodiosa.
Marian
tardó unos segundos en reaccionar, estaba absorta mirando a la
criatura más hermosa que había visto jamás. Si ya antes abrigaba
la necesidad de él, ahora era mayor.
—¿Qué
eres? ¿Qué quieres de mí? —logró decir la joven.
Él se
acercó un poco más.
—Soy
el Ángel custodio de este lugar. Desde hace mucho tiempo te veo
entrar aquí y luego marcharte. Me hace tanta compañía tu corta
presencia. No te imaginas lo solo que he estado, pero el primer día
que entraste se iluminó mi corazón. Cuento el tiempo cuando tú no
estás, deseando volver a verte. Si te he asustado lo siento, solo
deseaba acercarme un poco más a ti.
Marian
suspiro emocionada y tuvo que esperar para dejar fluir sus palabras
llenas de sentimiento correspondido.
—¿Por
qué te escondías de mí?
—Temí
asustarte.
—¿Y
si te alegras?, ¿por qué esa tristeza en tus labios?
—Porque
sé que te irás, como cada día.
Esa
frase recordó a Marian que tenía que ir a casa, empezaba a
anochecer y le quedaba una bajada casi a oscuras. Con un pesar que le
oprimía el corazón se despidió del Ángel con la esperanza de que
al día siguiente lo volviera a ver.
Así
sucedieron los días, los meses. Cerraba su negocio más pronto para
poder estar junto a él el mayor tiempo posible y cada día les
costaba más despedirse.
Una
tarde ella no subió, ni las próximas. El Ángel la esperó en vano.
Un accidente se la llevó. Desde entonces cuando alguna mujer sola
entra en la iglesia un haz de luz la observa, por si fuera ella que
vuelve.
Todos los derechos reservados. Queda prohibida, según las leyes establecidas en esta materia, la reproducción total o parcial de este relato, en cualquiera de sus formas, gráfica o audiovisual, sin el permiso previo y por escrito de los propietarios del copyright.
No hay comentarios:
Publicar un comentario