20 de agosto de 2012

EL ÁNGEL Y LA PELUQUERA


© María del Carmen Encinas (Mallorca)


La joven Marian subía cada día a una pequeña montaña que se alzaba majestuosa frente a su pueblo, quería estar en forma y por qué no, perder un par de kilos. Era fácil subir; un pequeño camino asfaltado serpenteaba hasta casi la mitad. A partir de ese punto la calzada estaba empedrada formando unos escalones irregulares a tramos y en otros lo ocupaban relucientes piedras pulidas por el paso del tiempo y la gente, eso hacía un poco más difícil la subida, en días de mucho sol o cuando la lluvia hacía presencia se tornaban resbaladizas. Ese trecho tenía un encanto especial casi bucólico. A ella le gustaba pararse unos instantes a respirar la paz que reinaba en ese lugar y contemplar el bello paisaje que se divisaba; el pueblo a sus pies, rodeado en parte por esplendidas montañas y un poco más allá hace presencia la costa, un mar azul que queda grabado en el iris de quien lo ve por primera vez. Era en este tramo donde se encontraba una pequeña cueva, la cual se conocía con el nombre de La cueva del demonio, nada asustaba de ella y en contra punto, justo al lado de la entrada, en la misma piedra estaba La silla del buen Jesús; que contradicción el infierno al lado del cielo.

Después del esfuerzo venía la recompensa. En la cima descansaba un antiguo monasterio medieval; una torre gótica y una muralla. Allí se respiraban épocas pasadas. A Marian le gustaba recorrer el reflectorio, andar bajo la gran nave de arcos ojivales con sus grandes ventanas, todo un lujo para la vista. Luego dirigía sus pasos hasta la pequeña iglesia, no era por ser una ferviente creyente, sino porque aquel lugar la cargaba de energía para volver a los problemas cotidianos.

Empezó sus ascensos como simple deporte, pero poco a poco la necesidad de subir era más fuerte, algo superior que no podía controlar. Hiciera calor, frío o lluvia, tenía que subir, y lo más curioso es que se sentía irremediablemente atraída por el altar bajo el ábside. Y aunque ella intentó averiguar que era lo que la atraía tanto, no encontró nada especial, hasta que un día, estando a punto de salir del recinto eclesiástico le pareció ver por el rabillo del ojo un haz de luz, que desapareció con la misma rapidez con la que ella se giró. Desde ese día sus paradas en la iglesia eran más largas y siempre, solo cuando Marian se dirigía a la puerta, creía percibir por unos instantes aquel haz de luz. Un día fue más rápida y pudo ver asombrada, que aquel suave resplandor provenía de un hermoso ser, que al verse descubierto desapareció tras un mural. Ella no sintió temor alguno, al contrarío necesitaba volver a verle de nuevo. Así que al día siguiente subió con más ahínco que nunca y se dirigió con determinación al altar, entonces habló en voz baja, con la esperanza de que el ser que se escondía allí la escuchará.
—Por favor déjate ver —espero. Nada.
»Solo quiero hablar con tigo —suplicó.
Entonces el ser de luz surgió de detrás de una de las columnas del altar. Tenía el rostro de un bello joven, con mirada calida y una sonrisa triste en los labios. Su cuerpo emitía una luz más brillante que en el rostro y dejaba diferenciar el contorno de un cuerpo que parecía humano. Estaba levitando a unos centímetros del suelo.
—¿Qué deseas de mí? —preguntó con voz melodiosa.
Marian tardó unos segundos en reaccionar, estaba absorta mirando a la criatura más hermosa que había visto jamás. Si ya antes abrigaba la necesidad de él, ahora era mayor.
—¿Qué eres? ¿Qué quieres de mí? —logró decir la joven.
Él se acercó un poco más.
—Soy el Ángel custodio de este lugar. Desde hace mucho tiempo te veo entrar aquí y luego marcharte. Me hace tanta compañía tu corta presencia. No te imaginas lo solo que he estado, pero el primer día que entraste se iluminó mi corazón. Cuento el tiempo cuando tú no estás, deseando volver a verte. Si te he asustado lo siento, solo deseaba acercarme un poco más a ti.
Marian suspiro emocionada y tuvo que esperar para dejar fluir sus palabras llenas de sentimiento correspondido.
—¿Por qué te escondías de mí?
—Temí asustarte.
—¿Y si te alegras?, ¿por qué esa tristeza en tus labios?
—Porque sé que te irás, como cada día.
Esa frase recordó a Marian que tenía que ir a casa, empezaba a anochecer y le quedaba una bajada casi a oscuras. Con un pesar que le oprimía el corazón se despidió del Ángel con la esperanza de que al día siguiente lo volviera a ver.
Así sucedieron los días, los meses. Cerraba su negocio más pronto para poder estar junto a él el mayor tiempo posible y cada día les costaba más despedirse.
Una tarde ella no subió, ni las próximas. El Ángel la esperó en vano. Un accidente se la llevó. Desde entonces cuando alguna mujer sola entra en la iglesia un haz de luz la observa, por si fuera ella que vuelve.


Todos los derechos reservados. Queda prohibida, según las leyes establecidas en esta materia, la reproducción total o parcial de este relato, en cualquiera de sus formas, gráfica o audiovisual, sin el permiso previo y por escrito de los propietarios del copyright.


No hay comentarios:

Publicar un comentario