25 de agosto de 2012

AETERNAM


© Mercedes Palmer

Es curioso como a veces los sueños y la realidad se unen en un engranaje perfecto y de pronto todo cobra sentido, se dispersa la niebla, florecen recuerdos olvidados y empiezas a comprender…
En mi caso, debo decir que los sueños fueron un nexo de unión con un pasado inconcluso, muy lejano, del que yo no era consciente. Eran unos sueños muy vividos que habían cobrado fuerza desde que me mudé al condado de York. Sueños que me acosaban noche tras noche, hasta el punto de condicionar mi vida y pensar que algo no funcionaba bien en mi cabeza.
Desde hacía un tiempo, cuando volvía a casa después del trabajo, sin darme cuenta me desviaba de mi camino habitual e invariablemente llegaba al mismo lugar; un paraje apartado y a todas luces abandonado. Un lago concentraba toda la belleza misteriosa de aquel lugar.  Bordeándolo  serpenteaba un camino que se habría tras una desvencijada verja que colgaba de sus goznes, y junto la misma una desgastada losa rezaba: “Darklake Manor 1880”. Más allá, al otro lado del lago, se divisaba  una esplendida mansión victoriana del siglo XIX.  Aquello no me hacía ninguna gracia, es más, estaba empezando a asustarme. La mansión me recordaba a la de mis sueños, pero había algo más… sentía la imperiosa necesidad de entrar, como si alguien me estuviera invitando, sin embargo, el miedo se imponía. Hay que tener en cuenta que yo no sabía cómo llegaba hasta allí, era un lapso en mi memoria y, como ya he dicho, creía estar sufriendo algún trastorno mental.
Hoy, después de todo lo ocurrido, entiendo el motivo por el cual aquella noche mis pasos me llevaron hasta “Darklake Manor”. Fue algo antiguo, atávico. Lo que me arrastró hasta allí en medio de la noche y en pleno mes de Enero.
Una tarde en la que leyendo me abandoné en los brazos de Morfeo, me vi inmerso en el sueño de siempre, aunque en esta ocasión vi con más claridad que nunca la vetusta e imponente mansión. Sus ventanas estaban iluminadas y resplandecía en una ostentosa decoración de fuentes y jardines. Pero flotando sobre aquel impecable decorado, me inquietó la presencia de una mujer de impresionable belleza y seductores ojos verdes. La envolvía un aura lúgubre y trágica, y con el dolor más infinito reflejado en su rostro, me suplicaba que volviera. Algo se sacudió con fuerza dentro de mí...  no sabría decir de donde, ni de cuando, ni porqué aquella mujer me era tan familiar, pero su voz me llevaba como una corriente plácida, susurrándome, arrastrándome… me desperté en un estado de absoluta determinación y decidí averiguar de una vez por todas, qué ocurría con aquella casa, que tipo de embrujo me mantenía atado a ella, y sobre todo, quién era aquella mujer.
Era ya noche cerrada cuando llegué; el frío era intenso y el silencio atronador. En el cielo, la luna llena brillaba en todo su esplendor, derramando su luz fría y espectral sobre “Darlake Manor”. Paré el coche al borde del lago después de atravesar la primera verja  —desde allí tendría una vista inmejorable—. Lo que vi, superó con creces cualquiera de mis mejores sueños;  su aspecto era solemne,  con sus altos aguilones de pizarra, los decorados dinteles, y la hiedra abrazada a sus muros. Me sentí irremediablemente atraído por aquella mansión, a diferencia de lo que me había ocurrido en ocasiones anteriores, y una mezcla de excitación e inquietud invadió mi espíritu. Bajé del coche y me acerqué dando un paseo hasta la solida verja de hierro forjado que daba paso al sendero de entrada. La flanqueaban dos columnas de piedra, rematadas por sendas estatuas de dragones medievales que parecían darme la bienvenida.
Me pareció ver una tenue luz tras las ventanas de la gran torre octogonal, así que me apoyé en la verja para poder atisbar mejor. De repente, cedió con un  chirrido metálico que a punto estuvo de provocarme un paro cardíaco debido al sobresalto. Me extrañó que la verja estuviese abierta, pero sin darle demasiada importancia, decidí entrar para escudriñar un poco más de cerca el origen de aquella misteriosa luz.
El jardín era el paradigma del abandono y la desolación; hierbajos y matorrales se mezclaban en caótico desorden junto con los troncos resecos y retorcidos, que un día fueron —imaginé— arboles altivos de fresca sombra cobijadora en las tardes estivales. Debo admitir que aquella visión imprimió una cierta angustia en mi corazón, no obstante seguí andando hacia la escalinata de entrada. Cuando estaba por alcanzar el porche, se abrió súbitamente la pesada puerta de roble dejando al descubierto un espacioso vestíbulo de suelo de mármol, e iluminado por cientos de velas que ardían en una profusión de candelabros de todo tipo; de plata, de bronce, de cristal y de hierro. Su luz se reflejaba en los grandes espejos que decoraban las paredes, y era como si  un ejército de luciérnagas revoloteara por la estancia. Un perfume intenso e hipnotizador  invadió mis fosas nasales, y no sé si serían sus efluvios los que me aturdieron, pero curiosamente no sentí miedo ante algo que no debería estar ocurriendo. El aullido cercano de un lobo a mis espaldas  y el roce en la nuca de un murciélago en vuelo huidizo, me decidieron a entrar por fin en la casa. Por supuesto, una vez dentro, la puerta se cerró de golpe a mis espaldas.
Avancé cauteloso hacia el centro de la habitación, mientras mis pisadas rompían el silencio. Frente a mí, se alzaba majestuosa la escalera de mármol blanco que conectaba con la galería superior, y en el rellano, allí donde se bifurcaba, de repente la vi. Era una mujer alta y esbelta, de extrema palidez, pero de una belleza estremecedora. Apoyaba en el pasamanos su mano blanca de uñas largas y esculpidas, mientras bajaba hacia mí lentamente, con elegancia, con una tenue sonrisa dibujada en su rostro, y clavando en mí unos inquietantes ojos verdes, que me horadaron el alma.
Tenía el pelo negro como las alas de un cuervo; liso, brillante, y largo hasta más abajo de la cintura. Vestía un corsé del color de la sangre y una larga falda negra de cola, que arrastraba con maestría. Sus generosos pechos parecían pugnar por salir de la prisión en que se hallaban, subiendo y bajando al compás de su respiración. Se acercó a mí; su cuerpo exhalaba un exquisito perfume fresco y a la vez antiguo, como el incienso que revoloteaba en el ambiente. Al instante me sentí embriagado por la magia de aquella mujer, y sobre todo, por aquellos ojos verdes que me eran tan extraños, y tan familiares a la vez… entonces, en un fogonazo de entendimiento, comprendí que era la mujer que aparecía en mis sueños. En mi memoria se entrelazaron retazos de recuerdos como sombras, indefinidos, vacilantes.  Las garras del miedo empezaron a acariciarme y la razón me susurraba que escapara de aquel lugar. Pero ella debió notar mis dudas, porque con una sonrisa tranquilizadora acercó su mano y con suavidad acarició mi mejilla, luego, con una uña afilada como el filo de una espada, perfiló el contorno de mi mandíbula, bajó por mi cuello, y se detuvo en mi pecho. 
—Ven conmigo —me susurró al oído, con una voz que era gélida como un tempano, y a la vez un fuego que me consumía.
Tomó mi mano para que la siguiera; era suave, fría, casi etérea. Llegados a este punto supe que no tenía escapatoria, ya no era dueño de mis actos. Totalmente embrujado e incapaz de discernir  si aquello era real o solo una alucinación de mi mente, totalmente subyugado y despojado de toda voluntad, seguí como en un sueño a la misteriosa y arrebatadora criatura.
Andamos por corredores interminables, cruzamos salones en penumbra, y llegamos por fin a una estancia lujosamente decorada en tonos de rojo, negro, y oro. Pesados cortinajes ocultaban las ventanas, y otra vez los candelabros derrochaban su luz en las esquinas, proyectando en las paredes sombras fantasmagóricas que danzaban al son de algún aquelarre.
En la gran chimenea de piedra ardía un agradable fuego, y frente a ella, colocados en un estudiado desorden, había montones de cojines de suave terciopelo negro. Me condujo hasta allí, y en silencio y con gesto amable me indicó que me acomodara. Escanció en dos copas de fina plata labrada un vino caliente, dulce y especiado.  Me ofreció uno de aquellos cálices; y ella, con lánguidos movimientos, se sentó con el suyo frente a mí, recostándose en los cojines. Lo apuró casi de un trago, sin mediar palabra y sin dejar de mirarme con aquellos ojos perturbadores y su sonrisa felina. Con gesto indolente lanzó al aire su copa y acercándose a mí, arrancó la mía de mis manos. Rodaron las dos tintineantes por el suelo, derramándose el rojo líquido, que a la luz mortecina de las velas semejó un rastro de sangre.
Sin tiempo para reaccionar, me tumbó sobre los cojines, y se subió a horcajadas sobre mí. Empezó a desnudarme con apremio y habilidad. Mientras, yo deshice como pude y con torpeza los lazos que sujetaban el corsé. Sus pechos saltaron liberados, plenos, y exultantes. Mis manos acariciaron aquella piel que era como el alabastro, sin mácula y suave como la seda. Con suavidad tracé círculos con mis dedos sobre sus pezones sonrosados, que pronto se elevaron como cúspides conquistadas. Los tomé en mi boca para seguir deleitándome con aquellos frutos exquisitos; lamiendo, mordisqueando…hasta que ella arqueó la espalda, y echando la cabeza atrás, lanzó un gemido entrecortado. Entonces fue cuando perdí por completo la cabeza, y un deseo salvaje e irracional se apoderó de mí.  
Me lancé sobre aquel cuerpo al que el resplandor del fuego danzante en la chimenea le confería el aspecto del nácar irisado. Mis manos y mi boca viajaron por su cuerpo recorriendo cada surco, cada pliegue, y cada rincón de su piel, y con la vehemencia de un lobo hambriento, ataqué el último tramo del viaje hacia el pubis de vello reluciente que me recibía alentador. Acaricié su dulce sexo y lo abrí con la delicadeza con la que se abren los pétalos de una flor.  Era cálido y húmedo, con la fragancia del mar, y el sabor del salitre. Ella gemía mientras con sus manos aferradas a mi pelo me obligaba a continuar, a no parar; y cuando gritó y se convulsionó, la penetre con furia, casi con desesperación. Nos perdimos y abandonamos entre gritos y jadeos en una vorágine de deseo incontenible, y ella, con sus largas piernas enlazadas a mi cintura, recibía y alentaba mis apremiantes embestidas.
Con la mente enturbiada por el vino y el trance de aquel momento, no fui consciente de lo que estaba ocurriendo hasta que ya fue demasiado tarde. De repente sus pupilas tomaron el color de la sangre, y en su boca entreabierta aparecieron dos colmillos marfileños. Me invadió el miedo y quise deshacerme de aquel abrazo mortal. Pero su fuerza también había aumentado y desde el torbellino en el que giraba mi mente, solo acerté a preguntar:
—¿Quién eres?, ¿Qué quieres de mi?
—Soy Berenice —contestó ella entre jadeos—, la eterna, la inmortal. Por fin has oído mi llamada, solo quiero que te quedes junto a mí.
En un halo de irrealidad vi como se hundía una uña en el pecho.  De la herida empezó a brotar un riachuelo de sangre del que me obligó a beber, era dulce y caliente como el vino. Bebí mientras ella gemía y se retorcía, y seguí bebiendo cuando clavó sus colmillos en mi cuello. Nuestros cuerpos iniciaron entonces, una extraña danza en un vórtice entre la vida y la muerte. Absorbíamos con desesperación el elixir de la vida y sumidos en el éxtasis de la inmortalidad, el orgasmo llegó como una explosión. Sacudió nuestros cuerpos al unisonó, con violencia, y nuestras gargantas exhalaron un grito de liberación. Desmadejados nos precipitamos al vacío de la no-muerte, y tan débil y huérfano de cualquier hálito de vida me sentí, que pensé que aquel era realmente mi fin. Pero entonces, nos fundimos en un abrazo abandonándonos a la cálida languidez, mientras a oleadas la vida nos invadía de nuevo.
Ha pasado ya más de un siglo desde aquella noche en la que alcancé la inmortalidad. Me encuentro sentado ante el gran ventanal de aquella misma habitación, contemplando cómo los últimos jirones de las nubes crepusculares se hunden en el horizonte. Siempre despierto antes que ella, justo en el momento en que el sol muere en el horizonte. Todavía no me afecta la luz de la misma manera que a ella, supongo que será porque no he llegado aún a la plenitud de mis poderes como vampiro. En estas horas que preceden a la oscuridad, escribo esta historia que por fin me he decidido a contar mientras espero como cada noche, que por fin despierte mi amada Berenice.
Mucho ha cambiado el mundo desde entonces, pero “Darlake Manor” el eterno hogar de nuestro amor continua inamovible a través del tiempo. En el lago se refugia la luna todas las noches, y en el jardín, en medio de la maraña de árboles muertos florece cada invierno un rosal azul. Tenemos visitas casi todas las noches; algunos se quedan y otros se van. Nuestro sustento depende de ellos, y a cambio les ofrecemos la eternidad.
He pensado muchas veces en lo que ella me contó al final de aquella noche; nuestras vidas habían estado unidas mucho tiempo atrás, aunque yo lo había olvidado. Me explicó que yo como otros muchos mortales, había vivido otras existencias, había deambulado constantemente a través de mis otras vidas, buscando sin saber que buscaba, desoyendo su llamada, matando día a día su recuerdo. Pero el lazo de unión entre nosotros había sido y era inquebrantable, y era labor del destino que volviéramos a encontrarnos,  en la vida o en la muerte.  Aunque me costó al principio, he terminado por creer en sus palabras, porque debo admitir que a pesar de no recordarlo ni tener consciencia de ello, mi última vida mortal nunca fue plena, siempre sin saberlo busqué mi hogar, en mis sueños me acosaron unos ojos verdes, y me asaltaron retazos de acontecimientos que nunca pude entender. Porque desde que me deslizo a través de los siglos, he comprendido y desvelado muchos secretos y misterios, he recordado por fin que fue lo que le ocurrió. Pero esto es otra historia, y os la contaré en otra ocasión.
Ahora solo sé, que desde aquella noche en que me obsequió con la eternidad, soy esclavo de esta subyugadora criatura que se convirtió en lo que es sin culpa ninguna,  que me buscó sin tregua a través de los tiempos, y que cuando el día llega a su ocaso y siento sus pisadas acercándose a mí, mis labios solo son capaces de pronunciar un nombre… ¡Berenice!


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