5 de abril de 2012

LA MÁSCARA


© José Montero Muñoz
El miedo a la página en blanco me obsesiona. Lo único que me tranquiliza es saber que estás en el comedor, leyendo...; tu presencia me ayuda a encontrar las primeras palabras del laberinto de Dédalo. Veo la pluma que me regalaste perdida en un bosque blanco, se ha convertido en un cazador de animales salvajes, esperando el momento propicio para disparar su cartucho de tinta...
La estilográfica se llena poco a poco de letras que después quedarán grabadas en el papel como un tatuaje. La hoja blanca espera mis ensoñaciones que, después de un ritual danzarín, se convertirán en frases de amor, o en historias tropicales donde los protagonistas siempre seremos ella y yo.
Cierro los ojos cada vez con más fuerza, intento retener una vez más tu imagen de mujer de fuego, mientras mis oídos son heridos por el constante tic-tac del reloj; diminutas son mis sensaciones comparadas con las que consigo garabatear en el papel. Me incorporo, también las palabras necesitan su tiempo de cocción; en ese lapso, un pensamiento se enraíza en mi mente: ¿Por qué el loco se mueve con sutileza entre la basura mental, perseguido de cerca por el filósofo? Cuando al fin se encuentran, el filósofo le explica la locura del hombre, y el loco le responde contándole la cordura de la mujer. Discuten sin llegar a un acuerdo, porque ninguno tiene una solución para un dilema que se pierde en océanos de tiempo.
Al abrir los ojos, las palabras, las frases, las ideas fluyen con libertad, emborronando la página. Ante mi sorpresa, mis diminutas sombras de tinta se convierten en mujeres voluptuosas ornamentadas con cornamentas blancas en sus caderas y con máscaras de guerra cubriendo su extraordinaria belleza. Este acto púdico, cubrir sus bellísimos rostros, lo realizan para proteger a los hombres (mis comillas, comas, puntos, etc.) de sus encantos. Estos seres se arrodillan junto a sus minúsculos pies de tinta, implorando su benevolencia y su caridad.
La tinta ha conseguido confundirme con su sabor. Ha saltado del papel a mis manos, y de éstas a mis ojos; lo único que consigo distinguir es ese espectáculo erótico: una demanda pasional de hombres a los pies de mujeres con antifaz guerrero. Bajo las escaleras al primer piso, el dolor y las visiones borrosas son cada vez más fuertes, las mismas escaleras se han transmutado en mujeres con cabellos de Gorgona; busco a tientas la puerta del váter, la abro; doy manotazos en el aire hasta que el lavabo me frena en mi ciego avance. Giro la manecilla del grifo y dejo que el agua limpie y refresque mis ojos teñidos de sombras. Para mi sorpresa, cuando me miro al espejo, las sombras continúan; las mujeres y los hombres no han desaparecido con los restos de tinta. Intento calmarme, pero en todas las habitaciones de la casa veo el mismo espectáculo. Las mujeres bailan poseídas bajo un desenfreno carnal, mientras los hombres comen tierra y lloran por no consagrarse a la procreación.
Corro enloquecido escaleras abajo, no puedo soportar por más tiempo aquellas visiones. Grito, lloro, incluso pido al cielo su ayuda, aunque no me sirve de nada. Desesperado, abro la pequeña puerta que comunica la cocina con el patio; Sultán está adormilado en la caseta, levanta su pesada cabeza, olisquea el aire y sigue a lo suyo, es decir, dormitando. En el patio oigo una voz femenina que proviene del pozo. Me acerco con curiosidad, mi mente me dice que desconfíe, sin embargo, mi deseo es más fuerte. Después de algunas dificultades consigo descolgarme. En el rincón más oscuro del pozo está ella, con su cara de porcelana china y sus grandes ojos inmóviles mirándome fijamente. Prendido en su cuello de cisne tiene un collar de perro con una llavecita de plata. Me la tiende con su mano fría y me indica, sin pronunciar ningún sonido, que abra sus faldas de metal. Su pubis está cubierto con el mismo embozo guerrero que las mujeres de mi casa, de éste salen dos cuernos blancos de jabalí. Se acerca con cautela y me acaricia el sexo, yo no puedo resistirme a sus encantos. Me besa con sus labios, siento cómo el frío de su cuerpo pasa al mío. Lentamente se cambian los papeles, ella se convierte en carne caliente y yo en fría porcelana... Sus manos continúan sus caricias hasta que me deja en una estantería junto al resto de su colección. Desde mi atalaya distingo la hoja blanca en la mesa y la pluma con la que las ilusiones de los muñecos de porcelana jamás serán escritas. Mi corazón ese día se rompió en dos; a partir de ese momento sólo anhelé una cosa: cambiar, volver a ser el que era.
—¿¡Jorge, Jorge..., estás bien!? —me grita Ana desde el vano de la puerta de mi estudio.
No sé qué responder, me siento perdido, miró la hoja, y allí veo retazos de mi alucinación. Vuelvo a mirarla y le respondo:
—¡No, me siento muy jodido...!
—¿Y eso, cariño? —me interroga sin comprender mi mal humor.
La miro, y no sé qué decirle, ni siquiera yo comprendo muy bien mi mal humor. Siento frías las manos, pastosa mi lengua y una sensación que me hace sentirme más del mundo de los muertos que de los vivos. Me levanto, la abrazo y le susurro al oído:
—Perdóname. Es este maldito cuento...
—Déjalo, cariño; mañana será otro día...
Sabe mejor que nadie, que para mí nunca hay un mañana cuando escribo, siempre existe un ahora; pero con este relato es imposible. No entiendo nada. Regreso con ojos desquiciados sobre lo escrito, lo releo por encima de su hombro, y no le digo nada. Sólo la abrazo con fuerza, necesito su calor; necesito más que nada en este momento sentirme vivo.
—Tienes razón. Mañana será otro día.
Aunque sé mejor que nadie que para mí no habrá otro mañana, porque nadie puede comprender mi desaliento, ni siquiera ella, que me mira con sus ojos llenos de pureza.

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