16 de abril de 2012

EL TELÉFONO DEL PUENTE


©Gustau Santos Casademont
En el pueblo donde nació Macintosh había un viejo puente de piedra para cruzar el río y, justo en la mitad, habían instalado un teléfono de color verde manzana.
Era un pueblecito escocés, rodeado de verde excepto donde salía la negra turba con la que fabricaban su propio whisky, el Borsalino's Single Malt Scotch, etiqueta verde, con la marca Borsalino's SMS (el tipo de marketing era un cachondo que se pasaba el día jugando con las palabras).
Lo de Borsalino's venía de la familia más antigua del pueblo, cuyos miembros realizaban un sinfín de actividades profesionales y sociales. En esa familia eran tan activos que la mayoría de habitantes del pequeño pueblo tenían muchísimo tiempo libre para hacer lo que quisieran, aparte de beber whisky, aunque poco había que hacer, más allá de explicar historias tenebrosas en el pub, bebiendo whisky. La historia más explicada era la del monstruo del rio, primo segundo por parte de madre de la serpiente del lago Ness, decían, y nunca sabías si sonreían ya que se llevaban el vaso a los labios.
Había un Borsalino en la farmacia, que era el mismo que ocupaba la alcaldía, ejercía de juez de paz, de abogado y de notario. Como tenía poco trabajo también era el músico del pub y de cualquier celebración y fiesta del lugar, sabia tocar la gaita, el piano, el violín, el tin whistle, hasta las maracas cuando el whisky subía más allá del estómago.
Otro de los Borsalino era el encargado de todo el proceso de fabricación del whisky, además de llevar la distribución y comercialización del producto. Como eso era un trabajo fácil, se dedicaba a escribir novelas por las noches, y por las tardes pintaba cuadros. Los fines de semana organizaba cenas con familia y amigos, cenas en las que, por descontado, quien cocinaba era él, no tenía nada que envidiar a ningún chef, aunque su obra no tuviera estrellas del monigote blanco ese.
El cabeza de familia de los Borsalino era el doctor del pueblo, ejercía de traumatólogo cuando alguien recibía más golpes de la cuenta en las peleas del pub, de reumatólogo cuando la humedad recurrente afectaba a los habitantes de más edad, incluso de psicólogo cuando la falta de sol y el triste gris del lluvioso cielo hacía que la gente sintiese que, aparte de beber whisky, nada más les llenaba el alma.
Cuando tenía que hacer de psicólogo usaba una técnica muy elaborada, proyectaba luz solar en el rostro de quien se sentía mal, le daba unas cartulinas de colores vivos y cálidos para que jugara con ellas, cogía su guitarra Aronson y tocaba música un buen rato, la de Smooth Criminal era mano de santo, aunque a veces funcionaba mejor Chromazone. Lo que nunca, nunca, nunca volvió a tocar era Oblivion, había perdido un amigo por ese error de principiante.
El doctor Borsalino ocultaba para sí una pasión que nada tenía que ver con la ciencia. En las horas en que no curaba cuerpos o almas, el doctor se encerraba en su taller, y sacando del armario sus herramientas, se ponía a trabajar en su obra. Sus herramientas eran sencillas y a la vez vitales: un lápiz de mina negra nº 2, una libreta, una regla de 80 cm, una escuadra, unas tijeras y papel craf de molde, entre otras cosas.
Sabía que había gente que usaba un programa llamado Modaris V7, pero Manuel Borsalino no quería perder el tacto y contacto con la realidad de las telas, y prefería hacerse sus camisas como se hacía en el siglo pasado en lugar de dibujar patrones en un ordenador. Manuel se reía muchísimo cuando alguien le hablaba de Savile Row, la presunta meca del lujoso textil británico, donde a duras penas se salvaba un diseñador, que, por esas cosas de la vida, era un gallego con gafas de pasta, un tal John Lewis Black, que nunca hacía trajes de menos de ocho mil libras y se los sacaban de las manos.
La noche del viernes, un Borsalino tocaba jigas y reels, bebiendo whisky con la mayoría del pueblo. El doctor Borsalino no estaba en el pub sino en su taller, cortando una camisa lila para llevarla en la boda del domingo de su amigo Sebastian, que tampoco estaba en el pub.
Sebastian Macintosh, la noche del viernes, día y medio antes de su boda, estaba en el puente sobre el río. Lloraba casi en silencio, solo algún hipido cuando la respiración se alteraba por la presión en su pecho. Lloraba casi inmóvil, solo cuando la nariz le moqueaba sacaba un pañuelo, buscaba donde aún estaba seco, se sonaba, guardaba el pañuelo y volvía a llorar en silencio y sin moverse.
Después de un rato, se sacó unos papeles del bolsillo de la chaqueta, y al mirarlos volvieron a caérsele las lágrimas a docenas. Eran unas partituras, las de su opus magna, una sonata a su amada Fiona, la pelirroja más guapa del lugar, la más dulce, la más inteligente, la más..., la más zorra. Esa tarde la había pillado en el patio trasero del pub, con el dueño del bar, ella apoyada en la pared, él pegado a ella, dando golpes de pelvis hasta que la madera crujía, ella bizca y babeando, la muy...
El llanto volvió, esta vez era desgarrador y sonaba como si algo se rompiera. Macintosh lanzó al rio las partituras, prueba de su amor por alguien que le había partido el alma en mil piezas del tetris.
Entonces, en la nocturna bruma escocesa, en la soledad del puente sobre el rio, sonó un teléfono. Con la sorpresa de lo anacrónico, a Macintosh se le acabaron las lágrimas, se acercó y levantó el auricular.
—¿Hola? —sonó la voz femenina al otro lado—, ¿cómo te llamas?
—Sebastian, ¿tú quién eres y por qué llamas aquí? —respondió Macintosh un poco borde por la interrupción.
—Me llamo Moira Borsalino, y te llamo porque este es el teléfono de la esperanza —respondió la voz—, lo instalamos para ayudar a quienes pasaban por el puente y no cruzaban nunca el rio. ¿Quieres hablar conmigo?
—Bueno..., no sé.., —titubeó Sebastian—, a mi eso de hablar por teléfono no me va, yo si no es cara a cara me pongo nervioso y me corto.
Entonces, encima del teléfono, se encendió una pantalla, y apareció Moira. Era una morenaza espectacular, de largo pelo rizado, una sonrisa enigmática que transmitía calidez, y unos inmensos ojos oscuros realzados con unas gafas de lente redonda que le daban un aire muy divertido.
La noche de bruma escocesa dejó paso a un límpido cielo de luna llena, y la presión del pecho desapareció de golpe en el plexo para cambiar de lugar, haciendo palpitar algo que ya parecía haberse muerto. Eso del coupe de foudre siempre le había parecido una idea exageradamente romántica, y lo de las almas gemelas una invención del new age, y sin embargo aquí estaba él, Sebastián Macintosh Stroganoff, que hacía cinco escasos minutos se iba a tirar por el puente, desengañado del amor, y por esas extrañas conspiraciones del universo, acababa de enamorarse como un tonto de alguien que, por el brillo que vio en sus ojos, por esa sensación de haberla conocido siempre aún sin haberla visto nunca, era su alma gemela.
Mientras una sonrisa se abría en su cara, en su mente ya estaba componiendo la que, esa sí, iba a ser su opus magna, algo que milenios más tarde aún sería estudiado por los alumnos de música como "la sublime".

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