© María Parra
Atanasa
despertó sobresaltada con la respiración acelerada. Se medio incorporó
en el lecho y observó nerviosa a su alrededor como si buscara a alguien
más en su alcoba, pero estaba sola. El sudor chorreaba por su frente,
su larga melena estaba apelmazada y parecía que acabara de lavarse el
pelo.
La joven
apartó la también húmeda colcha dispuesta a salir de la cama, ya era de
día, cuando se fijó en su camisón, pegado a la piel e igualmente
empapado, y quedó desconcertada. Se puso en pie, sintió las frías losas
bajo sus extremidades y de pronto la asaltó un fuerte mareo que a punto
estuvo de hacerla caer. Se sentía enferma pero no comprendía la causa,
el día anterior se hallaba perfectamente.
Momentos
después el malestar se suavizó, permitiéndola asearse y vestirse para ir
a desayunar con su padre. Aun así, se encontraba fatigada.
—Buenos días, querida —saludó el monarca con una amable sonrisa, al ver aparecer a su única hija en el salón.
—Buenos días, padre —dijo Atanasa en un susurro, caminando rumbo a él para darle su acostumbrado beso de la mañana.
—Pequeña ¿te encuentras mal? —preguntó preocupado el Rey Guda ante su aspecto macilento.
—Estoy bien —intentó tranquilizarle—. Anoche tuve un sueño muy extraño que me ha revuelto un poco.
Atanasa se acomodó en su lugar habitual en la mesa, al lado de su progenitor, donde ya la aguardaban unas modestas gachas.
—¿Acaso fue una pesadilla? —interrogó el monarca.
—No...
—se petrificó pensativa— No lo sé... pero fue realmente inverosímil
—añadió con la mirada extraviada—, es la primera vez que tengo un sueño
semejante.
—Cuéntamelo, querida —solicitó el anciano.
—Veréis...
—comenzó Atanasa para detenerse al instante — No sé bien como
relatarlo. En mi mente van y vienen fragmentos nebulosos del sueño.
Recuerdo a un hombre al lado de mi cama, pero no era un hombre...
—nuevamente se detuvo en un intento por evocar las imágenes y
encontrarles sentido— No podía verle bien, pero su piel parecía azul y
su cara era... no sé... entre las sombras no parecía el rostro de un
hombre...
—¿Y a qué se parecía? —intervino el Rey Guda.
—Pues...creo
que a nada que haya visto antes —prosiguió—. Sus ojos eran muy negros y
me parecieron demasiado grandes. El extraño hombre se sentó en mi cama
pero, aun teniéndolo tan cerca, seguía sin poder distinguirlo con
claridad. Yo me sentía asustada. De pronto me habló, y lo más
desconcertante era que su boca no se movía. Era como si su voz estuviera
en mi cabeza —se tocaba mecánicamente la sien y apenas había tocado el
desayuno.
—¿Y qué te dijo? —las gachas de su padre también continuaban intactas.
—Dijo que no tuviera miedo, que nada malo me iba a suceder y que quería ayudarnos.
—¿Ayudarnos cómo? —insistió el Rey. Su hija había conseguido despertar su inquietud.
—No lo
sé. Me dijo que estuviera muy quieta y él puso sus manos sobre mi
estomago, pero sin tocarme —recordó la muchacha tocándose la tripa—. De
improviso apareció una luz brillante, casi cegadora, que parecía brotar
de sus manos e iluminó mi cuerpo. Sentía mucho calor, aunque no dolía.
No sé cuánto tiempo estuvo así, pero luego se apagó y él me dijo que
todo estaba bien, que volviera a dormir. Le vi alejarse entre las
sombras y luego desperté —finalizó el relato, y observó a su progenitor
preguntándose cómo interpretaría él tal absurda ensoñación.
—Es
realmente un sueño muy extraño e inquietante —comentó el hombre
meditabundo—. Bueno, pequeña —tomó con cariño la mano de su hija—,
quizás sólo sea el producto de las preocupaciones que tu padre no logra
impedir transmitirte. Trato de protegerte y que no te agobien las
dificultades que atraviesa el reino, pero a veces no puedo evitar
desahogar egoístamente mis frustraciones hablándote de ellos. Eres la
única que me comprende. Sin duda, tu sensibilidad se ha visto afectada
por las constantes malas nuevas, provocándote un mal sueño. Lo mejor
será que regreses a tu alcoba y descanses hasta que te sientas repuesta
por completo ¿Qué haría yo si enfermaras? —lanzó con dulzura y besó la
pequeña mano de Atanasa.
Su hija,
obediente, abandonó el salón y volvió a recostarse en su lecho, quedando
profundamente dormida. Mientras, el anciano monarca se dispuso para
recibir, como todos los días, a los múltiples súbditos que acudían a él
en busca de auxilio. Lamentablemente, poco podía hacer el Rey Guda por
su gente.
Atanasa permaneció sumida en un profundo sueño durante varios días.
—¡Hija,
al fin despiertas! —exclamó jubiloso el monarca al ver a su pequeña
abrir los ojos. Acariciaba su frente con ternura. En su alegría, su tono
aún denotaba consternación.
—¿Qué
sucede padre? ¿Por qué estás aquí? —quiso saber sorprendida. En su
habitación no sólo estaba su padre, sentado a un lado de su lecho, sino
que varios sirvientes en cuyos rostros se dibujada la alegría y el miedo
en igual proporción, les acompañaban.
—No te asustes pequeña, es que has dormido mucho tiempo —lo dijo con suavidad, intentando minimizar el impacto de la noticia.
—¿Mucho tiempo? ¿Cuánto?
—Cinco días, hija. Lo que importa es que has vuelto ¿Cómo te encuentras?
—Pero...
—comenzó totalmente turbada— No puede ser ¿Me decís, padre, que he
dormido cinco días seguidos? ¿Por qué no me habéis despertado?
—interrogó alterada y dispuesta a incorporarse, pero las arrugadas manos
de su progenitor se lo impidieron.
—No te levantes aún, pequeña —le ordenó. Atanasa veía el miedo en el rostro del anciano.
El pánico la invadió y las lágrimas amenazaban con inundarla, algo malo debía de estar sucediendo.
—¿Por qué
no me despertasteis, padre? ¿Por qué no queréis que me levante? ¿Me
pasa algo? Decídmelo, os lo suplico, me estáis asustando.
—Cálmate
hija, precisamente intentamos que no te alteres —rogó el Rey acariciando
su rostro—. Intentamos despertarte en varias ocasiones pero no pudimos,
tu sueño ha sido demasiado profundo —sonrió amoroso.
—Humm,
humm, señor —carraspeó una mujer que se hallaba de pie al otro lado del
lecho, intentando llamar la atención del monarca. La mujer le lanzó una
significativa mirada.
El Rey Guda la miró e hizo un leve gesto afirmativo con la cabeza, comprendiendo claramente el mensaje de la mujer.
—Atanasa,
tengo algo que decirte —comenzó el hombre, intentando que su voz
resultara sosegada—, pero debes prometer que mantendrás la calma. Eres
una chica fuerte y serena y me lo vas a demostrar ahora ¿verdad? —era su
tono para pedirle pequeños sacrificios, como cuando de niña le pidió
que entregara parte de sus juguetes a los niños pobres de una de sus
aldeas.
—Sí,
padre, seré fuerte, sea lo que sea —quiso apresar su terrible pánico,
sin embargo, el resultado fue bastante más débil de lo que le hubiera
gustado.
—Mientras
dormías... no, mejor te lo explico de otra manera, ¿recuerdas el
extraño sueño de un hombre desconocido que puso una luz sobre tu tripa?
—inquirió sin dejar de acariciarla.
—Claro, tengo la sensación de que nunca podré olvidarlo —respondió ella, muy confusa.
—Estabas en lo cierto —farfulló pesaroso—. Mientras dormías profundamente algo sucedió...
—¿Qué? —insistió Atanasa comenzando a llorar, ya no podía contenerse más.
—Tu vientre... se abultó —su mirada se posó en la zona en cuestión y apartó las manos de ella.
La joven
se levantó lentamente al entender que su padre ya no iba a impedirla ver
aquello que momentos antes había intentado ocultarla. Miró su tripa. Se
quedó pasmada, parecía muy preñada, casi a punto de dar a luz. Las
lágrimas brotaron con más fuerza, rodando incesantes por sus mejillas.
—¿Cómo es
posible? —sollozó Atanasa— Os juro que no he yacido con varón— le dijo a
su padre dominada por la angustia mientras tocaba con cierto temor su
vientre.
—Lo sé,
hija mía, no necesitas justificarte. No sé cómo ni porqué, pero creo que
tu sueño no fue tal, sino real. Tal vez es obra de los dioses —comentó;
había tenido mucho tiempo para meditar durante aquellos cinco días, en
los cuales no se había apartado de su cama.
—Parece
que pronto alumbraréis —intervino la mujer que había llamado la atención
al monarca —. Y parece que vuestras criaturas están bien.
—¿Criaturas? —tal afirmación acabó de aterrarla. Miraba a la mujer con el rostro desencajado.
—Esta mujer es la mejor partera del reino y ella te atenderá —le explicó su padre—. No temas, todo irá bien.
Atanasa
lloró amargamente durante dos días a pesar del consuelo que su padre le
daba. Su vida acaba de volverse del revés. Sufría un inexplicable
embarazo y en su interior llevaba unas criaturas que no sabía qué podían
ser ¿Y si eran monstruos o algún tipo de abominación?
Al tercer día, unos intensos dolores la asaltaron. El alumbramiento había comenzado.
La
partera, al extraer la primera criatura y ver su piel azulada, creyó
entristecida que ésta había nacido muerta. La cubrió rápidamente con un
paño para ocultarla de la parturienta, no era momento de revelarla la
fatalidad, y depositó el pequeño cuerpo en una de las cunas.
Volvió
junto a la muchacha justo para recoger al segundo bebé que, como el
primero, tenía la piel azulada, los ojos cerrados y no parecía moverse.
"Que desdicha, las dos han nacido muertas", pensó. Como antes, cubrió a
la criatura y la depositó junto al cuerpo de su hermana.
Se
disponía a comunicarle la penosa noticia a la joven cuando vio que un
tercer bebé asomaba la cabeza. Ésta, asombrada, sacó a la criatura. Por
desgracia, también parecía muerta y, realizando la misma operación, lo
colocó con sus hermanas.
Entonces,
hizo llamar al Rey que aguardaba ansioso fuera de la alcoba, la noticia
sería menos dura si la chica tenía a su padre para apoyarla.
—¿Dónde están mis bebés? ¿Son normales? ¿Están bien? —preguntó inquieta Atanasa.
—No te alteres, hija —la apaciguó su padre.
—Señora, me temo que las criaturas han nacido muertas.
Aquella noticia debería haberla aliviado, por el contrario, se sentía muy afligida.
Inesperadamente,
tres llantos se alzaron entre el cortante silencio. La partera corrió
hasta los pequeños cuerpos y descubrió a los bebés, su piel seguía
azulada pero habían abierto los ojos, unos ojos negros y penetrantes.
Aquellas extrañas niñas estaban vivas.
Habían
pasado seis años desde el nacimiento de Ameren, Ilzuin y Danwin mas, en
lugar de parecer niñas, eran muchachas que parecían tener igual edad a
su madre. Todos esos años habían permanecido ocultas y protegidas en el
castillo. Tanto su madre como su abuelo temían que las gentes se
asustaran de las singulares jóvenes. Eran muy hermosas pero su piel
continuaba siendo azulada, sus ojos negros te atravesaban y hasta los
sirvientes, acostumbrados a ellas, a veces sentían inquietud ante su
presencia.
Desde el
comienzo habían mostrado actitudes y talentos enigmáticos, como adivinar
lo que su madre o su abuelo iban a decir antes de que lo pronunciaran.
Estaban tremendamente unidas pero al mismo tiempo cada una era
extraordinariamente diferente a las otras.
Atanasa
quedó asombrada cuando vio por primera vez a su pequeña Ameren, de
apenas unos meses de vida, hacer brotar una enredadera en medio del
salón, únicamente tocando con su dedo una baldosa. Pasmada quedó el día
que vio a Ilzuin desaparecer como si su cuerpo se convirtiera en bruma
para al rato volver a materializarse. Y paralizada cuando presenció como
Danwin tocaba a una anciana sirvienta del castillo y ésta sanó de sus
fuertes dolores de huesos.
A pesar
de todo, las amaba enormemente y, tanto ella como su padre, sabían que
eran criaturas bondadosas. A su vez las tres jóvenes, aun cuando a
menudo parecía que sus mentes se hallaran muy lejos de allí, querían
extraordinariamente a su familia.
Cierto
día, había convocada una reunión urgente entre los reyes y nobles de
todos los reinos, una más de las muchas celebradas en los últimos años.
Supuestamente, el motivo de estas asambleas era hallar soluciones a los,
cada día más acuciantes, problemas de sus súbditos.
Los
recursos eran cada vez más escasos y las gentes pasaban hambre. Sus
siervos vivían acinados en pueblos y ciudades cuya población crecía
desorbitadamente, aun careciendo de sustento para todos. Y al tiempo,
los bosques eran arrasados para que los nobles y señores obtuvieran
grandes beneficios.
La
primera vez que uno de estos concilios se convocó, el Rey Guda acudió
entusiasmado esperando que al fin, y entre todos, se pudieran resolver
los problemas que, por entonces, comenzaban pero ya le causaban
preocupación.
Guda,
durante sus largos años de reinado, había hecho lo máximo posible por su
pueblo pero por desgracia sus nobles tenían gran poder, tanto que
realmente eran los que controlaban el reino. Ir contra ellos, sin poseer
un ejército, hubiera significado su muerte y la de su hija. Era un rey
títere y él era consciente.
Enorme
fue la decepción al descubrir la realidad de aquellas reuniones. El tema
central siempre era la codicia de reyes y nobles, preocupados tan sólo
por asegurarse su cómoda posición y sus riquezas. Mucha palabrería y
pocas soluciones. Y, para colmo, las pocas medidas tomadas no servían
más que para someter y perjudicar más a las gentes sencillas.
Por ello,
aunque estaba obligada a asistir a las convocatorias en calidad de
heredera, todavía no había permitido que Atanasa le acompañara,
prefería evitarle la vergüenza y el asco que sabía le causaría la visión
de los suntuosos banquetes celebrados por los ilustres señores mientras
los vasallos morían de hambre.
Sus nietas expresaron su deseo de acompañarle en esta ocasión, pero él se opuso rotundamente.
—¡Debemos ir! —exclamaron las tres al unísono.
—Padre,
parece que es muy importante para ellas, míralas, debe ser una de esas
cosas que nosotros no comprendemos —dijo Atanasa contemplando el
ardiente entusiasmo de sus hijas.
—Es muy peligroso, quién sabe como reaccionarían al ver su aspecto.
—¡Debemos ir! —insistieron ellas.
—Las
cubriremos con capas y yo os acompañaré para cuidarlas —medió Atanasa—.
Si no las ayudamos temo que vayan solas y eso sería mucho peor, padre.
Si se empeñan en ir lo lograrán y nosotros no podremos detenerlas. Yo
también sufro por ellas, pero debemos acceder a esta petición —al menos,
el rostro del Rey, reflejaba reflexión. Una esperanza.
El
monarca cedió con disgusto e iniciaron los preparativos para el viaje.
Envolvieron a las muchachas en capas oscuras y viajaron en carruaje para
protegerlas de miradas inoportunas.
La
asamblea comenzó. Todos los reyes y notables se encontraban en sus
lujosos asientos frente a la gran mesa del salón del castillo de Tour,
el reino más grande de su mundo. Guda se agitaba inquieto porque iban a
dar comienzo los vacíos discursos. Había dejado a su hija y nietas en
los aposentos designados logrando que nadie las viera llegar, pero aun
así no podía quitarse de encima la preocupación.
Tras los
tres primeros oradores, Ameren, Ilzuin y Danwin ascendieron al púlpito
seguidas por su madre. Los presentes se levantaron dispuestos a increpar
a quienes osaban interrumpir las disertaciones y, con la misma rapidez,
volvieron a sentarse cuando las figuras se deshicieron de las capas,
dejando al descubierto su sorprendente apariencia.
—¡El equilibrio se ha roto! ¡Hemos venido a instaurarlo de nuevo! —exclamaron. Y, para sorpresa de todos, comenzaron a levitar.
El miedo
invadió a los hombres que chillaron llamando a sus soldados, sin
embargo, estos, ante semejante espectáculo, huyeron despavoridos.
Una
fulgurante luz manó de sus cuerpos, rodeándolas. Su aureola parecía
cobrar fuerza cada vez que repetían la misma frase. Y al poco, se
distanciaron las unas de las otras. Atanasa miraba a sus hijas más
asustada porque aquellos hombres dañaran a sus niñas que por lo que
quiera que fueran a hacer ellas.
—¡Habéis
infligido un gran mal a otros! —reprochó Ilzuin acercándose a los
asistentes— ¡Ahora deberéis acompañarme a Arestur, el plano donde lo
material no existe! —Un portal se abrió ante ella, con aspecto de una
nube hecha jirones y retorcida con un palo. Un viento absorbente levantó
por los aires a reyes y nobles, y éstos fueron engullidos por el
remolino. En la sala sólo quedaron las tres jóvenes, Atanasa y el
anciano Guda.
—¡Muchos
han sufrido! —gritó Danwin, como si estuviera ante un numeroso
auditorio—¡Ésta es vuestra recompensa! ¡Vuestro tiempo aquí ha
concluido!
De pronto, aparecieron hombres, mujeres, niños y ancianos, que llegaban al salón sonámbulos, en realidad, hipnotizados.
Cientos
de personas humildes, siervos y campesinos, atravesaron las gloriosas
puertas de la estancia. Esos serían los nuevos señores del mundo, cada
uno se haría responsable del pedacito que le correspondiera. Su cachito
de universo. Su rinconcito divino.
Ameren, descendió hasta su madre y abuelo.
—¡Es tiempo de renovación! ¡Tomad mis manos, nuestra gran misión comienza ahora!
Ambos
aferraron las manos de la joven y los cinco ascendieron levitando.
Salieron volando del castillo. La estela que dejaban caía en la tierra,
y de ésta brotaban al instante árboles nuevos.
El planeta entero se transformaría a su paso.
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