24 de enero de 2012

EQUILIBRIO


© María Parra

Atanasa despertó sobresaltada con la respiración acelerada. Se medio incorporó en el lecho y observó nerviosa a su alrededor como si buscara a alguien más en su alcoba, pero estaba sola. El sudor chorreaba por su frente, su larga melena estaba apelmazada y parecía que acabara de lavarse el pelo.
La joven apartó la también húmeda colcha dispuesta a salir de la cama, ya era de día, cuando se fijó en su camisón, pegado a la piel e igualmente empapado, y quedó desconcertada. Se puso en pie, sintió las frías losas bajo sus extremidades y de pronto la asaltó un fuerte mareo que a punto estuvo de hacerla caer. Se sentía enferma pero no comprendía la causa, el día anterior se hallaba perfectamente.
Momentos después el malestar se suavizó, permitiéndola asearse y vestirse para ir a desayunar con su padre. Aun así, se encontraba fatigada.
—Buenos días, querida —saludó el monarca con una amable sonrisa, al ver aparecer a su única hija en el salón.
—Buenos días, padre —dijo Atanasa en un susurro, caminando rumbo a él para darle su acostumbrado beso de la mañana.
—Pequeña ¿te encuentras mal? —preguntó preocupado el Rey Guda ante su aspecto macilento.
—Estoy bien —intentó tranquilizarle—. Anoche tuve un sueño muy extraño que me ha revuelto un poco.
Atanasa se acomodó en su lugar habitual en la mesa, al lado de su progenitor, donde ya la aguardaban unas modestas gachas.
—¿Acaso fue una pesadilla? —interrogó el monarca.
—No... —se petrificó pensativa— No lo sé... pero fue realmente inverosímil —añadió con la mirada extraviada—, es la primera vez que tengo un sueño semejante.
—Cuéntamelo, querida —solicitó el anciano.
—Veréis... —comenzó Atanasa para detenerse al instante — No sé bien como relatarlo. En mi mente van y vienen fragmentos nebulosos del sueño. Recuerdo a un hombre al lado de mi cama, pero no era un hombre... —nuevamente se detuvo en un intento por evocar las imágenes y encontrarles sentido— No podía verle bien, pero su piel parecía azul y su cara era... no sé... entre las sombras no parecía el rostro de un hombre...
—¿Y a qué se parecía? —intervino el Rey Guda.
—Pues...creo que a nada que haya visto antes —prosiguió—. Sus ojos eran muy negros y me parecieron demasiado grandes. El extraño hombre se sentó en mi cama pero, aun teniéndolo tan cerca, seguía sin poder distinguirlo con claridad. Yo me sentía asustada. De pronto me habló, y lo más desconcertante era que su boca no se movía. Era como si su voz estuviera en mi cabeza —se tocaba mecánicamente la sien y apenas había tocado el desayuno.
—¿Y qué te dijo? —las gachas de su padre también continuaban intactas.
—Dijo que no tuviera miedo, que nada malo me iba a suceder y que quería ayudarnos.
—¿Ayudarnos cómo? —insistió el Rey. Su hija había conseguido despertar su inquietud.
—No lo sé. Me dijo que estuviera muy quieta y él puso sus manos sobre mi estomago, pero sin tocarme —recordó la muchacha tocándose la tripa—. De improviso apareció una luz brillante, casi cegadora, que parecía brotar de sus manos e iluminó mi cuerpo. Sentía mucho calor, aunque no dolía. No sé cuánto tiempo estuvo así, pero luego se apagó y él me dijo que todo estaba bien, que volviera a dormir. Le vi alejarse entre las sombras y luego desperté —finalizó el relato, y observó a su progenitor preguntándose cómo interpretaría él tal absurda ensoñación.
—Es realmente un sueño muy extraño e inquietante —comentó el hombre meditabundo—. Bueno, pequeña —tomó con cariño la mano de su hija—, quizás sólo sea el producto de las preocupaciones que tu padre no logra impedir transmitirte. Trato de protegerte y que no te agobien las dificultades que atraviesa el reino, pero a veces no puedo evitar desahogar egoístamente mis frustraciones hablándote de ellos. Eres la única que me comprende. Sin duda, tu sensibilidad se ha visto afectada por las constantes malas nuevas, provocándote un mal sueño. Lo mejor será que regreses a tu alcoba y descanses hasta que te sientas repuesta por completo ¿Qué haría yo si enfermaras? —lanzó con dulzura y besó la pequeña mano de Atanasa.
Su hija, obediente, abandonó el salón y volvió a recostarse en su lecho, quedando profundamente dormida. Mientras, el anciano monarca se dispuso para recibir, como todos los días, a los múltiples súbditos que acudían a él en busca de auxilio. Lamentablemente, poco podía hacer el Rey Guda por su gente.
Atanasa permaneció sumida en un profundo sueño durante varios días.
—¡Hija, al fin despiertas! —exclamó jubiloso el monarca al ver a su pequeña abrir los ojos. Acariciaba su frente con ternura. En su alegría, su tono aún denotaba consternación.
—¿Qué sucede padre? ¿Por qué estás aquí? —quiso saber sorprendida. En su habitación no sólo estaba su padre, sentado a un lado de su lecho, sino que varios sirvientes en cuyos rostros se dibujada la alegría y el miedo en igual proporción, les acompañaban.
—No te asustes pequeña, es que has dormido mucho tiempo —lo dijo con suavidad, intentando minimizar el impacto de la noticia.
—¿Mucho tiempo? ¿Cuánto?
—Cinco días, hija. Lo que importa es que has vuelto ¿Cómo te encuentras?
—Pero... —comenzó totalmente turbada— No puede ser ¿Me decís, padre, que he dormido cinco días seguidos? ¿Por qué no me habéis despertado? —interrogó alterada y dispuesta a incorporarse, pero las arrugadas manos de su progenitor se lo impidieron.
—No te levantes aún, pequeña —le ordenó. Atanasa veía el miedo en el rostro del anciano.
El pánico la invadió y las lágrimas amenazaban con inundarla, algo malo debía de estar sucediendo.
—¿Por qué no me despertasteis, padre? ¿Por qué no queréis que me levante? ¿Me pasa algo? Decídmelo, os lo suplico, me estáis asustando.
—Cálmate hija, precisamente intentamos que no te alteres —rogó el Rey acariciando su rostro—. Intentamos despertarte en varias ocasiones pero no pudimos, tu sueño ha sido demasiado profundo —sonrió amoroso.
—Humm, humm, señor —carraspeó una mujer que se hallaba de pie al otro lado del lecho, intentando llamar la atención del monarca. La mujer le lanzó una significativa mirada.
El Rey Guda la miró e hizo un leve gesto afirmativo con la cabeza, comprendiendo claramente el mensaje de la mujer.
—Atanasa, tengo algo que decirte —comenzó el hombre, intentando que su voz resultara sosegada—, pero debes prometer que mantendrás la calma. Eres una chica fuerte y serena y me lo vas a demostrar ahora ¿verdad? —era su tono para pedirle pequeños sacrificios, como cuando de niña le pidió que entregara parte de sus juguetes a los niños pobres de una de sus aldeas.
—Sí, padre, seré fuerte, sea lo que sea —quiso apresar su terrible pánico, sin embargo, el resultado fue bastante más débil de lo que le hubiera gustado.
—Mientras dormías... no, mejor te lo explico de otra manera, ¿recuerdas el extraño sueño de un hombre desconocido que puso una luz sobre tu tripa? —inquirió sin dejar de acariciarla.
—Claro, tengo la sensación de que nunca podré olvidarlo —respondió ella, muy confusa.
—Estabas en lo cierto —farfulló pesaroso—. Mientras dormías profundamente algo sucedió...
—¿Qué? —insistió Atanasa comenzando a llorar, ya no podía contenerse más.
—Tu vientre... se abultó —su mirada se posó en la zona en cuestión y apartó las manos de ella.
La joven se levantó lentamente al entender que su padre ya no iba a impedirla ver aquello que momentos antes había intentado ocultarla. Miró su tripa. Se quedó pasmada, parecía muy preñada, casi a punto de dar a luz. Las lágrimas brotaron con más fuerza, rodando incesantes por sus mejillas.
—¿Cómo es posible? —sollozó Atanasa— Os juro que no he yacido con varón— le dijo a su padre dominada por la angustia mientras tocaba con cierto temor su vientre.
—Lo sé, hija mía, no necesitas justificarte. No sé cómo ni porqué, pero creo que tu sueño no fue tal, sino real. Tal vez es obra de los dioses —comentó; había tenido mucho tiempo para meditar durante aquellos cinco días, en los cuales no se había apartado de su cama.
—Parece que pronto alumbraréis —intervino la mujer que había llamado la atención al monarca —. Y parece que vuestras criaturas están bien.
—¿Criaturas? —tal afirmación acabó de aterrarla. Miraba a la mujer con el rostro desencajado.
—Esta mujer es la mejor partera del reino y ella te atenderá —le explicó su padre—. No temas, todo irá bien.
Atanasa lloró amargamente durante dos días a pesar del consuelo que su padre le daba. Su vida acaba de volverse del revés. Sufría un inexplicable embarazo y en su interior llevaba unas criaturas que no sabía qué podían ser ¿Y si eran monstruos o algún tipo de abominación?
Al tercer día, unos intensos dolores la asaltaron. El alumbramiento había comenzado.
La partera, al extraer la primera criatura y ver su piel azulada, creyó entristecida que ésta había nacido muerta. La cubrió rápidamente con un paño para ocultarla de la parturienta, no era momento de revelarla la fatalidad, y depositó el pequeño cuerpo en una de las cunas.
Volvió junto a la muchacha justo para recoger al segundo bebé que, como el primero, tenía la piel azulada, los ojos cerrados y no parecía moverse. "Que desdicha, las dos han nacido muertas", pensó. Como antes, cubrió a la criatura y la depositó junto al cuerpo de su hermana.
Se disponía a comunicarle la penosa noticia a la joven cuando vio que un tercer bebé asomaba la cabeza. Ésta, asombrada, sacó a la criatura. Por desgracia, también parecía muerta y, realizando la misma operación, lo colocó con sus hermanas.
Entonces, hizo llamar al Rey que aguardaba ansioso fuera de la alcoba, la noticia sería menos dura si la chica tenía a su padre para apoyarla.
—¿Dónde están mis bebés? ¿Son normales? ¿Están bien? —preguntó inquieta Atanasa.
—No te alteres, hija —la apaciguó su padre.
—Señora, me temo que las criaturas han nacido muertas.
Aquella noticia debería haberla aliviado, por el contrario, se sentía muy afligida.
Inesperadamente, tres llantos se alzaron entre el cortante silencio. La partera corrió hasta los pequeños cuerpos y descubrió a los bebés, su piel seguía azulada pero habían abierto los ojos, unos ojos negros y penetrantes. Aquellas extrañas niñas estaban vivas.
Habían pasado seis años desde el nacimiento de Ameren, Ilzuin y Danwin mas, en lugar de parecer niñas, eran muchachas que parecían tener igual edad a su madre. Todos esos años habían permanecido ocultas y protegidas en el castillo. Tanto su madre como su abuelo temían que las gentes se asustaran de las singulares jóvenes. Eran muy hermosas pero su piel continuaba siendo azulada, sus ojos negros te atravesaban y hasta los sirvientes, acostumbrados a ellas, a veces sentían inquietud ante su presencia.
Desde el comienzo habían mostrado actitudes y talentos enigmáticos, como adivinar lo que su madre o su abuelo iban a decir antes de que lo pronunciaran. Estaban tremendamente unidas pero al mismo tiempo cada una era extraordinariamente diferente a las otras.
Atanasa quedó asombrada cuando vio por primera vez a su pequeña Ameren, de apenas unos meses de vida, hacer brotar una enredadera en medio del salón, únicamente tocando con su dedo una baldosa. Pasmada quedó el día que vio a Ilzuin desaparecer como si su cuerpo se convirtiera en bruma para al rato volver a materializarse. Y paralizada cuando presenció como Danwin tocaba a una anciana sirvienta del castillo y ésta sanó de sus fuertes dolores de huesos.
A pesar de todo, las amaba enormemente y, tanto ella como su padre, sabían que eran criaturas bondadosas. A su vez las tres jóvenes, aun cuando a menudo parecía que sus mentes se hallaran muy lejos de allí, querían extraordinariamente a su familia.
Cierto día, había convocada una reunión urgente entre los reyes y nobles de todos los reinos, una más de las muchas celebradas en los últimos años. Supuestamente, el motivo de estas asambleas era hallar soluciones a los, cada día más acuciantes, problemas de sus súbditos.
Los recursos eran cada vez más escasos y las gentes pasaban hambre. Sus siervos vivían acinados en pueblos y ciudades cuya población crecía desorbitadamente, aun careciendo de sustento para todos. Y al tiempo, los bosques eran arrasados para que los nobles y señores obtuvieran grandes beneficios.
La primera vez que uno de estos concilios se convocó, el Rey Guda acudió entusiasmado esperando que al fin, y entre todos, se pudieran resolver los problemas que, por entonces, comenzaban pero ya le causaban preocupación.
Guda, durante sus largos años de reinado, había hecho lo máximo posible por su pueblo pero por desgracia sus nobles tenían gran poder, tanto que realmente eran los que controlaban el reino. Ir contra ellos, sin poseer un ejército, hubiera significado su muerte y la de su hija. Era un rey títere y él era consciente.
Enorme fue la decepción al descubrir la realidad de aquellas reuniones. El tema central siempre era la codicia de reyes y nobles, preocupados tan sólo por asegurarse su cómoda posición y sus riquezas. Mucha palabrería y pocas soluciones. Y, para colmo, las pocas medidas tomadas no servían más que para someter y perjudicar más a las gentes sencillas.
Por ello, aunque estaba obligada a asistir a las convocatorias en calidad de heredera, todavía no había permitido que Atanasa le acompañara, prefería evitarle la vergüenza y el asco que sabía le causaría la visión de los suntuosos banquetes celebrados por los ilustres señores mientras los vasallos morían de hambre.
Sus nietas expresaron su deseo de acompañarle en esta ocasión, pero él se opuso rotundamente.
—¡Debemos ir! —exclamaron las tres al unísono.
—Padre, parece que es muy importante para ellas, míralas, debe ser una de esas cosas que nosotros no comprendemos —dijo Atanasa contemplando el ardiente entusiasmo de sus hijas.
—Es muy peligroso, quién sabe como reaccionarían al ver su aspecto.
—¡Debemos ir! —insistieron ellas.
—Las cubriremos con capas y yo os acompañaré para cuidarlas —medió Atanasa—. Si no las ayudamos temo que vayan solas y eso sería mucho peor, padre. Si se empeñan en ir lo lograrán y nosotros no podremos detenerlas. Yo también sufro por ellas, pero debemos acceder a esta petición —al menos, el rostro del Rey, reflejaba reflexión. Una esperanza.
El monarca cedió con disgusto e iniciaron los preparativos para el viaje. Envolvieron a las muchachas en capas oscuras y viajaron en carruaje para protegerlas de miradas inoportunas.
La asamblea comenzó. Todos los reyes y notables se encontraban en sus lujosos asientos frente a la gran mesa del salón del castillo de Tour, el reino más grande de su mundo. Guda se agitaba inquieto porque iban a dar comienzo los vacíos discursos. Había dejado a su hija y nietas en los aposentos designados logrando que nadie las viera llegar, pero aun así no podía quitarse de encima la preocupación.
Tras los tres primeros oradores, Ameren, Ilzuin y Danwin ascendieron al púlpito seguidas por su madre. Los presentes se levantaron dispuestos a increpar a quienes osaban interrumpir las disertaciones y, con la misma rapidez, volvieron a sentarse cuando las figuras se deshicieron de las capas, dejando al descubierto su sorprendente apariencia.
—¡El equilibrio se ha roto! ¡Hemos venido a instaurarlo de nuevo! —exclamaron. Y, para sorpresa de todos, comenzaron a levitar.
El miedo invadió a los hombres que chillaron llamando a sus soldados, sin embargo, estos, ante semejante espectáculo, huyeron despavoridos.
Una fulgurante luz manó de sus cuerpos, rodeándolas. Su aureola parecía cobrar fuerza cada vez que repetían la misma frase. Y al poco, se distanciaron las unas de las otras. Atanasa miraba a sus hijas más asustada porque aquellos hombres dañaran a sus niñas que por lo que quiera que fueran a hacer ellas.
—¡Habéis infligido un gran mal a otros! —reprochó Ilzuin acercándose a los asistentes— ¡Ahora deberéis acompañarme a Arestur, el plano donde lo material no existe! —Un portal se abrió ante ella, con aspecto de una nube hecha jirones y retorcida con un palo. Un viento absorbente levantó por los aires a reyes y nobles, y éstos fueron engullidos por el remolino. En la sala sólo quedaron las tres jóvenes, Atanasa y el anciano Guda.
—¡Muchos han sufrido! —gritó Danwin, como si estuviera ante un numeroso auditorio—¡Ésta es vuestra recompensa! ¡Vuestro tiempo aquí ha concluido!
De pronto, aparecieron hombres, mujeres, niños y ancianos, que llegaban al salón sonámbulos, en realidad, hipnotizados.
Cientos de personas humildes, siervos y campesinos, atravesaron las gloriosas puertas de la estancia. Esos serían los nuevos señores del mundo, cada uno se haría responsable del pedacito que le correspondiera. Su cachito de universo. Su rinconcito divino.
Ameren, descendió hasta su madre y abuelo.
—¡Es tiempo de renovación! ¡Tomad mis manos, nuestra gran misión comienza ahora!
Ambos aferraron las manos de la joven y los cinco ascendieron levitando. Salieron volando del castillo. La estela que dejaban caía en la tierra, y de ésta brotaban al instante árboles nuevos.
El planeta entero se transformaría a su paso.

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