10 de enero de 2012

ENTRE DOS HOMBRES


© Margarita Carro González

—Señor Dios Padre acoge en tu reino el alma de nuestro hermano...

María se estremeció y se rebujó dentro de su abrigo. Se levantó el cuello de piel de visón y sintió la suave caricia de la piel. Le gustaban mucho los abrigos de piel, con ellos se sentía especial.
A pesar de ser uno de los otoños más secos de los últimos años, en toda la ceremonia no había cesado de llover, parecía que el cielo se quería despedir del difunto llorando lo que ningún ser humano hacía.
Ella quizás pudiera haber evitado esa muerte. Sin embargo, fue ella la que descubrió el cuerpo colgando de la soga, en el servicio. No quería recordar esa visión tan aterradora. Sólo vio los pies, no tuvo valor para levantar la vista. Salió gritando como una histérica, la gente se arremolino a su lado. María con la voz entrecortada logro explicar lo encontrado. Luego todo fue muy rápido, la policía, el forense.
Apenas podía recordar más que retazos; como una película en la que las secuencias estuviesen mal montadas y además descolocadas. El médico de la residencia le había puesto un calmante.
Todo había comenzado unos meses atrás, cuando Vicente había ingresado en la residencia para personas mayores. Era un buen hombre, siempre estaba de buen humor; se había ganado el corazón de todos los trabajadores y de algunos de los compañeros en esta última etapa de la vida. Los problemas llegaron al cambiarlo de habitación y ponerlo a compartir una con José.
José era un hombre con muy mal genio, siempre se encontraba envuelto en alguna disputa. Llevaba demasiados años en la residencia. Siempre había compartido habitación con Antonio, hasta que éste se murió, en silenció como había vivido, sin dar guerra. Un buen día no apareció a la hora del desayuno y al ir a buscarlo lo encontraron muerto en la cama. El médico dijo que había sido un ataque al corazón en pleno sueño.
Al quedar sólo se sintió en sus anchas, no quiso aceptar a ningún nuevo compañero. El primero se marcho apenas una semana después de ingresar en la residencia. Aunque dijo que se iba con una hija todos supimos que había sido por José.
José había sido ingresado por Asuntos Sociales al ser denunciado por su mujer. Vivían en un pequeño pueblo en el que todos los vecinos se conocen, pero nadie quiere ver más allá de lo que pasa detrás de las puertas de cada vivienda. Todos sabían que la situación entre ellos no era nada buena, las broncas eran constantes.
Él se había embrutecido desde que siendo un chaval, de apenas quince años, presenció como linchaban a su padre y violaban a su madre. Se salvó gracias a que el miliciano que habían mandado que lo matara se apiado de él y lo ató en la cuadra dejándolo allí simulando matarlo con un disparo al aire. La cuadrilla de milicianos estaba encabezada por un vecino que, al no poder hacerse con unas tierras de las que era propietario el padre de José, uso esta salvaje manera para conseguirlas. Un vecino de ellos, por la noche, cuando ya nadie estaba por las cercanías, se acercó a la casa a ver lo que había pasado; pues había visto llegar a los milicianos y oyó los disparos. Encontró a los padres muertos y, al no ver al chaval, lo buscó hasta que miró en la cuadra, donde lo encontró atado de pies y manos; envuelto en sus propios excrementos.
Muerto de miedo, de vergüenza y el corazón encallecido, salió corriendo en dirección al monte; no se supo nada de él en un año.
Después de pasar unos días, que ni él mismo sabe cuántos, escondido en el monte arrebujado, como en posición fetal, aterido de frio. Se levantó, sorbió los mocos y se quitó la ropa metiendose en la helada agua del río cercano. Allí, estuvo tentado a meterse y no salir. Caminó en dirección al fondo del pozo, donde cubría bien a un hombre y más en pleno enero. Sin embargo salió con la sola idea de vengar a su familia.
Se alistó de voluntario en el primer grupo de falangistas que encontró; donde, con gran entrega, se curtió en el manejo de las armas. Se incorporó a la guerra, en el llamado Cinturón de Hierro, reconquistando Bilbao y Santander. Más tarde en octubre tomó parte en la conquista de Gijón. Nada más caer Gijón volvió a su pueblo, donde persiguió a los asesinos de su familia dándoles muerte a todos; uno a uno con sus propias manos.
La misma suerte corrió la familia del cabecilla que mató a su madre, menos la hija pequeña. Esta era una niña de apenas diez años, a la que perdonó la vida para írsela arrebatando poco a poco; obligándola a casarse con él nada más cumplir los catorce años. Los continuos malos tratos fueron el pan nuestro de cada día. La pobre mujer vivió aterrada toda su vida, sin nadie que la defendiese.
Sólo tuvo un embarazo que se le malogro de un bofetón que le dio su marido. Al recibirlo perdió el equilibrio y cayó rodando por las escaleras. A consecuencias de esta caída, no sólo perdió el bebe, sino que, con los daños ocasionados, perdió la capacidad de procrear.
La situación se prolongó hasta que en los años noventa llegó un nuevo sacerdote. Un joven criado en la ciudad, que, en cuanto tuvo conocimiento de los malos tratos sufridos por esta mujer, no dudo en ponerlo en conocimiento de Asuntos Sociales.
José fue denunciado y, al no tener a nadie que se hiciera cargo de él, fue separado de su mujer y llevado a la residencia donde ha pasado los últimos años. La esposa por fin logró tener unos años de dicha y paz.
—Dale Señor el descanso eterno.
»Y brille para él la Luz Eterna.
María se sobresaltó al caerle una gruesa gota de agua en un pie. Giró la cabeza y vio como un paraguas vertía un reguerito de agua, como si se tratase de una gárgola, sobre su pierna. Se movió del sitio que ocupaba, al pie de la tumba, y buscó un lugar en el que nadie la mojase. Llevaba toda la ceremonia absorta en sus pensamientos y con el mal sabor de la duda de sí ella podría haber evitado esa muerte.
La verdad es que ella llevaba mucho tiempo haciendo el trabajo sin implicarse emocionalmente. Se consideraba una mercenaria; iba, trabajaba las ocho horas y se marchaba. Había días que apenas hablaba con ningún residente, los evitaba y a veces los había alejado de ella, con no muy buenos gestos. ¿Qué necesidad tenía ella de aguantar los problemas de los demás? De sobra tenía con lo suyo. Al principio se preocupaba más de los abuelos, los escuchaba, les gastaba bromas y les ayudaba a solucionar los pequeños problemas que surgían en el día a día. En esa lejana época ella vivía con Gustavo. Llevaban diez años casados y eran padres de un hijo. Ella ya trabajaba de soltera en la residencia; al casarse decidieron que sería bueno seguir con el trabajo, así podrían hacerse cargo de la compra de un piso con mejores posibilidades. Todo fue bien hasta que el piso de al lado lo compraron un matrimonio de ancianos; venían del pueblo, al ser mayores pensaron que al ir a vivir a la ciudad, cerca de la vivienda del hijo, les resultaría más fácil y no estarían tan solos. Allí fue donde María comenzó su caos. Se enamoró perdidamente del hijo de los ancianos y él le dio esperanzas. En menos de un año Gustavo ya se había enterado de que en su matrimonio eran demasiados. Él se marchó con el corazón roto y una compañera de trabajo en la misma situación.
El nuevo amor de María se llamaba Pedro y, además de ser policía, tenía una esposa, con más posibles que él. En los ocho años que llevaba casado con la hija de un anticuario, al que había sacado de más de un apuro, se había aficionado al dinero y la posición que ocupaba. Tenía un automóvil de alta gama, practicaba el Golf en un club selecto, había viajado por casi todo el mundo.
En un principió pensó en abandonar a Lola por María. La verdad es que María era mucho más guapa y simpática. Poco a poco fue alargando la situación hasta que un buen día Lola le confirmó que iban a tener un bebé. Pedro se puso loco de contentó y abandonó a María, no por mucho tiempo, lo suficiente hasta que se dio cuenta de que Lola se había vuelto más impertinente de lo que, hasta entonces, había sido.
María, que de verdad lo quería, con el tiempo lo perdonó, esta vez y las cien veces siguientes. Eso la hacía estar constantemente irritable, inestable en su comportamiento, lo que afectaba a su manera de comportarse con los demás.
María sabía que la relación entre José y Vicente era muy tensa, mas nunca les dedicó un segundo de su tiempo. Eso la hacía sentirse mal, quizás ella podría haber evitado la muerte simplemente hablando con ellos, animándolos y limando las malas asperezas entre ellos.
El golpe seco de la piedra de mármol deslizándose sobre el panteón sacó a María de sus pensamientos. La mayor parte de la gente ya se había marchado. Seguía lloviendo y, además, un viento helado se había levantado del norte, lo que presagiaba que no tardaría en nevar en las cercanas montañas. María salió del cementerio todo lo rápida que pudo, abrió el coche y lo puso en marcha. A pesar de encender la calefacción el vehículo, seguía helado y ella comenzaban a castañearle los dientes. Antes de entrar en su ciudad había un bar de carretera, de esos que dan comidas a camioneros y un café a los viajantes. Aparcó el vehículo y salió con intención de tomarse un café con leche calentito, además de una madalena. Una punzada en el estomago le recordó que eran las doce y no había desayunado aun.
No había comenzado a tomarse el café, lo tenía cogido con ambas manos, sintiendo el calorcito de la taza que se las calentaba.
La puerta del bar se abrió y entró Pedro que casualmente pasaba por allí haciendo una ronda de vigilancia. Había conocido el coche de María; y no perdió la oportunidad de arrancarle unos besos. Ella después del entierro no estaba para bromas, se sentía algo culpable del suicidio. Pedro la consoló y la obligó a que le contase sus preocupaciones. María que realmente necesitaba un hombro en el que desahogar sus miedos le contó la historia de José y luego le habló de Vicente.
Éste era más joven que José. Había nacido unos años antes de comenzar la guerra, en una familia de comerciantes, en la misma ciudad de León. Pasó la niñez sin estrecheces, siendo hijo único, con los mimos de sus padres, que se volcaron en su retoño. Al que cuidaron y sobreprotegieron en exceso. Las consecuencias fueron que Vicente no se responsabilizó nunca de nada, sólo pensaba en divertirse y no trabajar. Así pasó la vida hasta que se vio con cuarenta años, lo que diríamos "comiendo de la sopa boba". Sus padres atendían la tienda y como los años no pasan en balde vieron que ya no podían atender del negocio y la casa ellos dos solos. Como con Vicente no podían contar decidieron meter en casa a una joven, de unos veinte años. Paula, que así se llamaba la chica, era la mayor de seis hermanos, en su casa no había sobras y toda ayuda era bien recibida.
La chica era muy trabajadora y en poco tiempo se hizo con el trabajo en la casa y la tienda. Llevaba unos seis meses en la casa cuando a Vicente se le coló por los ojos y se dio cuenta de que lo que buscaba fuera ahora lo tenía en casa y él casi no se había dado cuenta. Más por capricho que por amor, comenzó el acoso y derribo a la pobre chica. Tanto insistió y tantas promesas le hizo que la pobre chica cayó rendida a sus pies.
Un buen día Paula le dijo que estaba embarazada. Vicente como era frecuente en él no se quiso hacer cargo de nada. Ya sabemos que odiaba las responsabilidades. La madre de Vicente, que no era tonta, averiguó la situación y bajo amenazas lo obligó a casarse con Paula. Ella conocía bien a su hijo y conocía a Paula, sabía que era la mejor mujer para su hijo. Les iba a dar un nieto, atendía el negocio, la querían mucho e iba a ser su consuelo en la vejez; además, ¿quién sabe, igual su hijo con la paternidad cambiaba? El hijo nació, los abuelos poco a poco se fueron muriendo y Paula seguía sola llevando el negocio. Vicente solo se ocupaba de registrar la caja registradora de vez en cuando y aligerarla. Eso sí, paseaba a su mujer los domingos, camino de la misa de doce; después daban un paseo y, de vez en cuando, comían en algún restaurante. Paula se había convertido en toda una belleza y él presumía de trofeo.
El niño fue creciendo sólo. Su padre pasaba de él; o mejor dicho, le había enseñado a manejar cantidades enormes de dinero desde corta edad, sin control ninguno. Y la madre, absorta como estaba en el trabajo, no había podido dedicarle demasiado tiempo, por lo que el pobre, pasaba muchas horas por la calle sin control.
Al hacerse mayor ya no pudieron con él. Por aquel entonces las drogas estaban al alcance de todos y más con la disposición económica del muchacho. Pronto pasó de la marihuana a la heroína por vena, y con esto a la dependencia de una dosis. Los padres se dieron cuenta al ver que la caja cada día estaba más vacía, siendo las ventas iguales a las de siempre. Por primera vez, Vicente se preocupó de su hijo y, tras hablar con varios médicos, lo internaron en centros específicos. Entró y salió de varios con muy poco éxito, llegando a ser un caso perdido. Llegaron a echarlo de casa y, como necesitaba la dosis, no le importó robar a la gente, atracar las tiendas; llegando un buen día a atracar en su propio negocio, con su madre dentro. Un buen día apareció colgado de la cisterna del servicio de la tienda. Los padres sintieron alivió, sobre todo Vicente que volvió a su vida de antes. La madre no se recuperó del trago. Años más tarde comenzó a tener perdidas de memoria, que poco a poco la fueron metiendo en una laguna de la que no salió, hasta que un día apareció colgada en el mismo lugar que su hijo. Todo el mundo pensó que en un momento de lucidez, se quiso quitar de en medio. Unos años más tarde, Vicente ingresó en la residencia, pues ya necesitaba que lo cuidasen.
Pedro se quedó un rato pensando, había algo que no le encajaba en lo que le había contado María, él había llevado la investigación del suicidio de José y no le había llamado nada la atención, mas ¿tanta muerte alrededor de la vida de Vicente? ¿Y si había algo más? Le había llamado la atención el que el nudo corredizo estuviese hecho hacía la izquierda, como si hubiera sido hecho por un zurdo.
—¿María hay una cosa que quiero saber?
—Lo que quieras pregúntame.
—¿Sabes sí José era zurdo?
—No, el que sí, es zurdo es Vicente.
—Sabes que creo que José no se suicido.
—¡No puede ser!
—Sí, creo que Vicente no es tan buena persona como tú crees.
—¡Anda! ¡No me lo creo!
—Pues créetelo y además creo que tiene algo que ver con la muerte de su familia.
María no salía de su asombro.

El resultado de la investigación policial le dio la razón a Pedro. Las personas que le estorbaban a Vicente desaparecían.


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