© María Parra
Atanasa
despertó sobresaltada con la respiración acelerada. Se medio incorporó
en el lecho y observó nerviosa a su alrededor como si buscara a alguien
más en su alcoba, pero estaba sola. El sudor chorreaba por su frente,
su larga melena estaba apelmazada y parecía que acabara de lavarse el
pelo.
La joven
apartó la también húmeda colcha dispuesta a salir de la cama, ya era de
día, cuando se fijó en su camisón, pegado a la piel e igualmente
empapado, y quedó desconcertada. Se puso en pie, sintió las frías losas
bajo sus extremidades y de pronto la asaltó un fuerte mareo que a punto
estuvo de hacerla caer. Se sentía enferma pero no comprendía la causa,
el día anterior se hallaba perfectamente.
Momentos
después el malestar se suavizó, permitiéndola asearse y vestirse para ir
a desayunar con su padre. Aun así, se encontraba fatigada.
—Buenos días, querida —saludó el monarca con una amable sonrisa, al ver aparecer a su única hija en el salón.
—Buenos días, padre —dijo Atanasa en un susurro, caminando rumbo a él para darle su acostumbrado beso de la mañana.
—Pequeña ¿te encuentras mal? —preguntó preocupado el Rey Guda ante su aspecto macilento.
—Estoy bien —intentó tranquilizarle—. Anoche tuve un sueño muy extraño que me ha revuelto un poco.
Atanasa se acomodó en su lugar habitual en la mesa, al lado de su progenitor, donde ya la aguardaban unas modestas gachas.