30 de septiembre de 2011

PUEBLO CHICO, INFIERNO GRANDE


© Diego Castro Sanchez

¡0h envidia, raíz de infinitos males y carcoma de virtudes!
Miguel de Cervantes Saavedra.
Se iban a casar a finales del verano.
Joao era un palurdo sin conocimiento y como tal se conducía. Sin embargo, Francisca "La pimientita" era una muchacha menuda y de aspecto frágil.
Corrían malos tiempos. La guerra había terminado tan sólo un año antes, y en el pueblo pasaban más hambre que un lagarto detrás de una pita.
Al portugués no le iban mal las cosas; no le costó demasiado reclutar un grupo de muchachos valentones, dispuestos a cruzar la raya fronteriza con su mochila de café a la espalda. Pagaba mal pero a tiempo, lo suficiente para ahuyentar el hambre a base de algarrobas y altramuces secos.
"Conmigo no te va a faltar de nada"; le había dicho meses atrás junto a la ribera del pantano. Las parejas de novios solían ir allí a festejar y darse el lote lejos de miradas indiscretas. De éste modo más de una se había convertido en comidilla de cotillas y chismosas.
Todos en el pueblo coincidían en el mismo veredicto; la pobre muchacha no sabía dónde se metía. Joao tenía fama de hombre poco prudente, afilado de lengua y más bien pendenciero.
La madre de "La pimientita" se lo había sugerido en más de una ocasión.
-La que duerme con hombres su virtud espanta. –La vieja, siempre doblada frente al fuego del hogar, masticaba salchichón rancio con los cuatro dientes que le quedaban.
-Amarra al portugués, Francisca; si quieres sacar alguna vez los pies de la mierda.
Amarrar a Joao suponía frecuentar la chopera junto al pantano y dejarse hacer sin mucho recato. Los domingos se hacían eternos; por las mañanas a misa de doce. Un desfile de mantillas y miradas recelosas repasaban una a una a las mozas casaderas. Después, cuando las campanas de la iglesia se desgañitaban tañendo a destiempo, al paseo. Otra vez miradas de refilón y corrillos suspicaces a su paso.
-Ahí va "La pimientita". Lo que hacen algunas para no pasar hambre. –Comentaban los más prudentes.
-Pues yo, mejor muerta de hambre que puta –susurraban los más descarados.
Joao Cheles se reía a carcajadas cuando Francisca se quejaba.
-Pueblo chico, infierno grande. Esas gallinas viejas son unas envidiosas. –Y se echaba mano al cimborrio, con la cara roja como un tomate y la mala baba resbalando por la barbilla.
Francisquita se tragaba las lágrimas y agachaba la cabeza. Podía oír el rumor que la seguía, mientras Joao se la llevaba  camino de la chopera.
El vino no casa con la dulzura; hacerlo sin preámbulos, con la espalda pegada al tronco de un árbol, era lo máximo que podía esperar de un hombre como él.
"Amarra al portugués, Francisca". La cantinela de la vieja desdentada se repetía una y otra vez en la cabeza de la muchacha.
Y así, domingo tras domingo, Joao derramaba su desvergüenza entre las piernas de "la pimientita" mientras le prometía amor eterno entre ronquidos y gemidos.
Saturnina Romasanta se quedó viuda durante la guerra; a su marido lo reventó un obús mientras intentaba cruzar el Ebro durante la ofensiva del treinta y nueve. Al menos eso fue lo que le contaron; en cualquier caso todavía estaba de buen ver, y la viudez no le sentaba nada bien.
Acuciada por una necesidad más física que espiritual se fue arrimando a Joao; le perseguía con la mirada por la calle, cuando el portugués se atiborraba a chatos en la tasca de "El Charri" o buscaba hacerse la encontradiza en la alameda del paseo.
El marido de Saturnina le había dejado en herencia una tienda de ultramarinos, la mejor de toda la comarca; la viuda se ganaba bien la vida. Los carabineros del pueblo hacían con ella la vista gorda, al fin y al cabo su marido había sido un héroe del Movimiento. Joao se acercaba de tapadillo todos los viernes por la noche; había que echar cuentas del café de contrabando que le vendía  y de paso restregar la cebolleta sin mucho compromiso. Saturnina desfogaba su viudez y el portugués se sacudía la calentura
Aquella reconfortante rutina se fue al traste cuando al contrabandista le dio por "la pimientita". ¿Qué tenía aquella mojigata que no tuviera ella? Se preguntaba Saturnina cada tarde, cuando les veía pasar cogidos de la cintura frente a la escalinata de la iglesia.
-La muy puta. –Las palabras surgían de entre los carnosos labios de la viuda como un escupitajo verdoso. Un esputo de envidia que iba a parar a la pechera del cura.
-Contenga la lengua, doña Saturnina. –El cura se santiguaba para espantar la malicia que destilaba la viuda. –Francisca es una buena chica; va a misa todos los domingos, y aunque pasa más penas que una estera colabora como puede para mantener la parroquia. –Saturnina torcía el gesto con descaro. Tenía que encontrar un barbecho donde sembrar la semilla del recelo antes que Joao arrastrara al altar a la muchacha.
Los chorizos de la última matanza habían cuajado. Saturnina exhibía con orgullo un hermoso colgadero de chacinas que atufaba la calle entera.
-Se lo digo yo, doña Engracia. La putilla se deja hacer de todo con tal de amarrar al bueno de Joao. Ya sabe como son los hombres, dos tetas tiran más que dos carretas, y eso que la jodía está plana como una tabla. –Saturnina vomitaba veneno cada vez que abría la boca.
-Aquí tiene, doña Engracia. Dos kilos de chorizo, bien despachados. –Doña Engracia se agarró al paquete y salió de la tienda de ultramarinos deslizando una mirada furtiva a lo largo de la calle.
La primavera crujía tormentas sobre los cerros de la Sierra de Valuengo; como cada tarde, "la pimientita" salió del tendejón que tenía por casa en el Camino de los Grifos y se encaminó al pueblo. De camino empezó a llover; eran unos goterones gordos y calientes, de tormenta.
Joao la esperaba en el cruce de Encinasola.
-¡Anda! ¡Qué vienes empapada, puñetera! –Francisca se subió al pescante de la carreta.
-Buenas tardes. –Pero sonó más a sugerencia que a un deseo propiamente dicho. –Mi madre dice que nos hemos quedado sin café... Tal vez podrías...
-¡Joder con tu madre! Por detrás no para de rajar de mí, pero a la hora de la verdad bien que se acuerda del demonio.
-Mi madre no raja de ti. –Se atrevió a replicar Francisca.
-Mejor te callas, que estás más guapa. –El portugués azuzó a las mulas y estás emprendieron el camino que ya se sabían de memoria.
Saturnina Romasanta se asomó al alfeizar de la ventana.
-¡Adiós, pareja! ¡Míralos que bien pintan los mozos! –El corrillo de viudas, solteronas y desocupados que ocupaban las cuatro esquinas de la plaza se volvieron al unísono.
-¡Saturnina, Saturnina! ¡¿Qué pasa?! ¡Te pica el higo! –Joao agarró por el cogote a "la pimientita" y le metió la lengua en la boca.
-¡Arrímate, arrímate, pelandusca! Ya hay que tener ganas de hembra, Saturnino. –Gritó la viuda verde de envidia.
Aquella noche Saturnina la pasó revolviendo las sabanas de su cama. El olor a hombre que todavía emanaban la llevaba a mal traer. Haría lo que fuera para deshacerse de la mojigata. El portugués sería de ella o de nadie.
-Como se lo digo, mi capitán. Todos los viernes. Me tiene frita, de verdad, ya no se qué hacer. –El capitán Albañaleros se rascó el bigote; había servido junto al marido de Saturnina durante la guerra y se fiaba de ella como del mismísimo pontífice de Roma.
-Ahora, ¡qué toda la culpa la tiene ésa zorra indecente!
-Ya sabía yo que el portugués no era de fiar. El muy cabrón lleva jugándomela más de un año. Pero eso se acabó, ¡por mis muertos qué se acabó! –Albañaleros golpeó con el puño cerrado sobre su escritorio. Una sonrisa maliciosa se deslizó en los agrietados labios de la viuda.
Llovía a cántaros; sin duda era una noche carabinera. Los regatos corrían a rebosar de lodo y agua, y los caminos que conducían al pueblo desde la Sierra de Valuengo estaban impracticables. La noche perfecta para cruzar la raya cargados de contrabando.
Joao y los suyos se deslizaron de modo sigiloso por debajo de la cerca; habían sorteado varias cancillas para llegar al pueblo a través del Camino de Sirga. No podían imaginarse que en medio del aguacero les aguardaba un apostadero de carabineros.
-¡Alto! ¡¿Quién va?! –Gritó Albañaleros, al tiempo que efectuaba un disparo al aire.
Los contrabandistas se encogieron cagados de miedo.
-¡Va, va! ¡Soy yo, el portugués! –Joao levantó las manos y salió al camino.
El resto de la partida aprovechó para poner pies en polvorosa. Una tanda de disparos se perdió en la noche sin mucho acierto.
-Ya tenía yo ganas de echarte el guante, portugués. –Afirmó el capitán, al tiempo que una pareja de carabineros se arrojaban sobre el contrabandista.
Al otro día escampó. El cielo aún barruntaba tormentas, pero lejos, hacia La Vicaría.
-¡Sal fuera, Francisca! –Los carabineros se liaron a patadas con los tendejones, echándolos abajo. Francisca salió disparada entre el revuelo de palos y lona.
-¿Qué pasa? –Preguntó asustada ante la presencia de los guardias fronterizos.
-Venga, coge tus cosas y vente con nosotros. –Ordenó el que llevaba la voz cantante. La muchacha obedeció sin oponer resistencia.
Se llevaron a Francisca casi en volandas; de camino al cuartelillo de los carabineros pasaron frente a la tienda de ultramarinos de la viuda. Como siempre, un corrillo debatía entre cuchicheos junto a la puerta.
-Miren, miren. Ya se lo decía yo. La muy puta; por su culpa está el pobre Joao en el penal de Badajoz. ¡Pelandusca! –Escupió Saturnina.
El carabinero más viejo se giró y amenazó airado.
-¡Venga señoras! Cada mochuelo a su olivo. –Después  empujó levemente a la muchacha para que siguiera andando. Francisca continuó sin levantar la vista del fangal que cubría la calle. A lo lejos, en algún lugar de su memoria, retumbaban las palabras del portugués; pueblo chico, infierno grande.
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