9 de marzo de 2011

HÉRCULES, EL ROBLE


© Silvia Ochoa Ayensa
     Alfred se despertó aquella noche con el armónico y entusiasta latido de un corazón y no era el suyo, puso su mano derecha sobre su pecho para comprobarlo; aquel latido se insinuaba a través del frondoso bosque. Alfred se asomó a la ventana y vislumbró una inmensa luna llena que parecía bailar risueña gracias al tintineo de las estrellas, un espectáculo maravilloso se abría ante sus pupilas. Un búho se posó en el magnolio de enormes piñas  que tenía el joven frente a la ventana de su habitación, y pudo ver sus ojos brillantes, parecían encerrar sabiduría en ellos.  Alfred se frotó los ojos, y se pellizcó en los mofletes dejándoselos sonrojados, pero no era un sueño aquello que se dibujaba ante su ventana. Días antes Alfred estaba apático, triste, inapetente, enojado, cargado de rabia... sus padres habían fallecido en un terrible accidente de avión cuando iban a una reunión de negocios y sus abuelos quedaron a su cargo, no contaba con más familia. Sus abuelos vivían en una casita en la sierra de Madrid, el abuelo siempre le había contado fantásticas historias sobre aquel lugar cuando era más chico e iban a visitarlo a la ciudad, historias que le fascinaban. Adoraba a sus abuelos, pero aquella terrible circunstancia lo dejó abatido y ya ni siquiera escuchaba a su abuelo, se encerraba en su habitación y se dejaba caer en la cama, embelesado con el techo y en el silencio más sepulcral. Pero aquella noche tuvo la necesidad de salir de su habitación y adentrarse en aquel bosque que había dejado a sus pupilas hipnotizadas. Se armó de valor y encaró las escaleras de la segunda planta dónde se encontraba su habitación hasta llegar a la puerta, tomó el pomo con su mano derecha y lo abrió. Frente a él miles de árboles (magnolios, cipreses, tilos, robles, gingos...), muchos de ellos centenarios parecían salir a su encuentro, la luna iluminó un sendero, estaba seguro de que quería que lo siguiera y así lo hizo. No se había dado cuenta, pero había salido descalzo y en pijama, por un momento sintió frío y comenzó a temblar, pero no quería volver sus pasos hacia atrás, la hojarasca parecía protegerle algo los pies. Sin darse cuenta llegó hasta un claro en el bosque, en el centro mismo se hallaba un árbol, un señorial roble, que  parecía tocar aquel azabache cielo cargado de estrellas. De pronto aquel latido que había escuchado desde casa se acentuó y resonó sobre sus sienes: pum- pum-, pum- pum,- pum-pum..., cada vez que se acercaba más al roble más lo escuchaba. «No es posible, los árboles no tienen corazón», musitó para sí. Pero aquel latido se había adentrado hasta el propio corazón de Alfred contagiándolo, parecía un hermoso hermanamiento, como si se reconocieran. El joven optó por acercarse más y poner su oreja derecha en la corteza del árbol, aquello parecía una locura, pero tenía que hacerlo. Y de pronto ...pum-pum-pum, pum..., aquel árbol tenía corazón sin ninguna duda. Estaba fascinado, emocionado, en ese instante lleno de vida. Su rabia y su dolor habían desaparecido sin más.
    —Hola Alfred —le dijo el roble con una voz majestuosa.
    —¿Quién me habla? —Alfred se soltó del tronco del roble, sin darse cuenta lo había estado abrazando.
    —Soy Hércules, el roble, aquel que has abrazado y escuchado.
    —¿Hércules? ¿No, no era un héroe de la mitología romana?
    —Sí, hubo una vez un niño hace cien años que me bautizó con ese nombre, hasta entonces no tenía, pero él tuvo a bien de nombrarme y fue entonces cuando desperté del sopor.
    —Yo también he estado dormido hasta que me llamaste con el latido de tu corazón, cuando te abracé me sentí fuerte, y aquel dolor que me producía opresión en el pecho se fue.
    —Yo no te llamé, fuiste tú sin darte cuenta quien me llamó a mí. Y yo acudí a ti para ayudarte. A veces no hace falta hablar para pedir ayuda, es el corazón quien lo hace.
    Alfred quedó fascinado ante aquellas bellas palabras. Él lo había llamado, aquello se le quedó grabado.
    —Sabes, Hércules, echo mucho de menos a mis padres, mis abuelos me cuidan muy bien, pero... —Alfred comenzó a llorar y dos inmensas lágrimas cayeron sobre la tierra, de pronto y de forma mágica brotó una  hermosa orquídea.
    —Tus padres nunca se han ido Alfred, están contigo, a tu lado, abre tu corazón, déjalos que entren a formar parte de ti, de nuevo.
    Alfred se enjugó las lágrimas y sonrío pronunciando las palabras del roble. Abrir el corazón, abrir el corazón. Puso su mano sobre su pecho y cerró los ojos. Sin darse cuenta el roble era ahora quien le abrazaba, al abrir los ojos y vislumbrar el horizonte pudo ver a sus padres, sonreían, le saludaban, le mandaban besos y parecían divertirse.
    —Siempre estaremos contigo hijo, siempre, siempr...e
    El roble seguía abrazándolo.
    —Gracias Hércules, gracias a ti me he encontrado con mis padres, ahora sé que siempre estarán conmigo, los llevo en mi corazón.
    —Yo soy quien tengo que darte las gracias a ti Alfred, hacía tiempo que nadie me abrazaba, que nadie escuchaba a mi corazón con tanta ternura, que nadie me veía más allá de mi altura, y más allá de un árbol, enfermé y tú me has salvado pequeño. Ahora debes ir con tus abuelos, te necesitan, debes ayudarlos. Yo siempre estaré aquí, mi corazón late unísono con el tuyo. Ve pequeño, ve.
    Alfred corrió a casa, ya no tenía frío, pero quiso meterse en la cama con sus abuelos y los abrazó con fuerza como con Hércules, el gran roble.  El amanecer los despertó con cálidas caricias y los colmó de dicha.
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