7 de marzo de 2011

EL PRISIONERO WUN Y EL MAR


EL PRISIONERO WUN Y EL MAR
© Diego Castro
     Aquella noche, al filo de la madrugada, Wun soñó que salía de la celda en la que llevaba recluido más de un año. Dejando atrás la oscuridad caminó por un bello jardín. La luna nueva se intuía bajo las copas de los cerezos en flor, a retazos, como pinceladas abstractas que desafinaran en mitad de un lienzo. Algo se arrodilló a sus pies y le pidió amparo. Wun accedió de buena gana; el suplicante afirmó que era un dragón y que los astros le habían revelado que al día siguiente, antes del amanecer, los hombres del emperador le cortarían la cabeza. Wun, en sueños, juró protegerlo. 
     Se ha hecho de día y el prisionero Wun tiene los ojos muy abiertos, clavados en algún punto entre el techo y la pequeña apertura que, a modo aspillera, desvela una ínfima esquina de la nítida mañana.
     Catorce meses, una semana, tres días, doce horas. Wun calcula una vez más el tiempo que lleva encerrado. La bofetada fue tan fuerte que todavía no ha podido recobrarse; el efecto no fue el de un golpe corriente y para propinárselo se reunieron una decena de hombres y mujeres de aspecto circunspecto. Nada más y nada menos que los jueces del Tribunal Popular del distrito costero de Fujian.
     Como cada mañana, a la orden del funcionario de guardia, Wun y el resto de los doscientos treinta y cuatro prisioneros —ni uno más, ni uno menos— que viven en la galería Norte del penal de Fujian, se incorporan dejando atrás el catre adosado a la pared de su celda. Un mecanismo, situado en el extremo de la galería, abre todas las puertas al unísono; los prisioneros tienen la obligación de dar dos pasos al frente, superando así el umbral del calabozo. En el suelo de cemento hay pintada una línea roja de unos veinte centímetros de grosor. Wun sitúa las puntas de sus pies justo en el borde, ni un milímetro más, ni un milímetro menos.
     Camina encuadrado por dos guardias. Es el único que esta mañana pasará dos horas frente al mar. Forma parte del ritual de la muerte; porque Wun está condenado a morir. No sabe cuando, pero sabe que morirá pronto.
     El primero de los guardias pasa delante de él, el otro le cede el paso con cierta amabilidad. Wun desdeña mirarle a la cara y gira la cabeza levemente; de refilón intuye el mar entre dos edificios que sobresalen del resto de edificaciones de la ciudad. La prisión de Fujian forma parte de una vieja fortaleza, destinada a proteger la franja costera de los ataques con que los piratas del Mar Amarillo castigaban la región en la antigüedad. Los muros han sido remozados y ahora presentan un aspecto funcional, coronado por una sirga de alambre de espino que rodea todo el perímetro.
     Dos horas. La voz ha sonado tras él. Lo siguiente que ha oído es el chasquido del candado que, junto a unos pesados grilletes, le mantienen atado a una silla enclavada en el suelo. Después los guardias se retiran unos metros, los suficientes como para no perderle de vista y para que el prisionero pueda sentir un mínimo de intimidad. A los pocos segundos huele a tabaco mezclado con un penetrante olor a tripas de pescado. Wun recuerda el muelle atestado de juncos y barcas de pescadores.
     «¿Cuánto puede llegar a medir un junco?» Algunos hasta ciento cincuenta metros de eslora. Los recuerdos pertenecen a un tiempo cercano, son los únicos que permanecen intactos. Entonces trabajaba en los astilleros de Long Jiang; fueron buenos tiempos, tenía dinero para dar de comer a su esposa e hijos.
     Mirando al mar, llora. Es lo que pretenden. El Tribunal Popular del distrito de Fujian quiere que llore, que sufra, que purgue sus penas antes de afrontar la muerte. Forma parte del ritual, por eso se empeñan en mostrarle cada día un pedazo de la vida que muy pronto dejará de sentir.
     Aquella noche, al filo de la madrugada, el prisionero Wun soñó que salía de la celda en la que llevaba recluido más de un año. Dejando atrás la oscuridad de su celda caminó por una playa de arenas blancas. Wun pudo sentir como, a cada paso, la arena resbalaba entre sus dedos desnudos. Se sentó frente el mar; un mar negro del que tan sólo podía intuir el rumor y el breve interludio luminoso de las pequeñas olas al romper en la orilla.
     Oyó voces y giró la cabeza a la derecha.
     «¡Dejad paso al verdugo Wang Lu!»  Wun observó como unos guardias, ataviados con vistosas prendas de color amarillo imperial, trasladaban a un hermoso dragón rojo en una jaula con ruedas.
     El verdugo Wang Lu era famoso por su habilidad y rapidez. El hacha cayó de forma certera sobre el cuello del amistoso dragón, y su cabeza rodó hasta los pies de Wun.
     «Dijiste que me protegerías». Pero tan sólo era un sueño.
     Amanece y el prisionero Wun tiene los ojos fijos en el vacío. Ha llorado durante toda la noche; todavía puede sentir el sabor salobre de sus propias lágrimas, trazando un surco de dolor en la piel muerta de su rostro. Siente que por fin está preparado.
     Como cada mañana la celda se abre. Wun cruza el umbral y coloca la punta de los pies al filo de la línea roja. Está solo. Sonríe porque está preparado.
     Entre los dos guardias sube la escalera que conduce hasta la parte alta de la muralla. Se esfuerza por oír el mar, por olerlo. Quiere llevarse consigo algo del mundo que está a punto de abandonar. Arriba espera otro guardia. Está de espaldas, como si quisiera mantenerse al margen de un engorroso asunto. Justo cuando Wun alcanza la plataforma se gira de forma precipitada.
     —Me llamo Wang Lu —parece un hombre importante. ¿Quién si no querría que todos los presentes supieran su nombre?— Tienes quince minutos— quince minutos, un cuarto de hora, un tiempo inmenso que se prolonga de forma dolorosa.

     El día ha amanecido nublado. El cielo se abalanza sobre él, desgarrándose en grises de distintas tonalidades. El rumor del mar se precipita como un rugido. Llueve ligeramente, pero el sabor de las gotas es salado, como si el  mar se quisiera arrojar sobre él, ayudándole a abandonar el mundo de los vivos... aunque tal vez sólo sean sus lágrimas.
     Wang Lu debe haber despachado ya a varios hombres. El rastro de sangre reseca en el suelo le delata.
     El prisionero Wun se funde con el mar que se empeña en acariciarle, en mostrarle el camino a casa. Quiere echar una ojeada más a lo largo de los tejados que se funden con el mar color de ceniza.
     «No prolongues más mi agonía. En mi sueño fuiste tan sumamente misericordioso». El eco de un disparo espanta a las gaviotas que observan desde los edificios cercanos, como si aquello tuviera algo que ver con ellas.
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