7 de marzo de 2011

DE AMANTES


© Diego Castro

Si alguien en la ciudad de Roma
Ignora el arte de amar,
Lea mis páginas, y ame instruido por mis versos...
Publio Ovidio (El arte de amar)
    Cuando mis pies pisaron por primera vez el magnífico escenario del anfiteatro, mi preceptor Arelio Fusco, afirmó:
    —Roma, la puta que te hará llegar al clímax para después abandonarte hecho jirones a orillas del Tiber. No lo olvides nunca Ovidio: jamás ames a una ramera.

    Yo era joven, y por ende inexperto en cualquier cosa que no fuera seguir a pies juntillas a mi maestro; Sulmona quedaba lejos y había tanta belleza que abarcar que apenas si tenía tiempo de respirar.
    Habíamos huído de la intransigencia de mi padre, el cual deseaba hacer de mí un hombre de provecho, en contra de mi deseo de convertirme en poeta; con nuestras actuaciones a lo largo del camino conseguimos reunir lo suficiente para arrendar un cubiculum maloliente, en una de las muchas insulae que jalonaban el discurrir del Tiber a su paso por Roma. En aquellos días empecé a escribir; aprovechaba las horas nocturnas, cuando el bueno de Arelio Fusco salía para no regresar hasta altas horas de la madrugada, y esbozaba ideas que venían a mi mente, más bien de forma inconexa. Algunas veces un verso, otras un ripio, incluso alguna vez dejaba que mi imaginación divagara a su aire por los vastos páramos de la épica. Jamás pensé que un día mis escritos pudieran gozar del beneplácito del público. Menos aún de ella.
    A medida que los días y las semanas iban pasando, el ambiente pútrido en el que nos movíamos a diario iba infectando el alma de mi maestro. Que triste sinrazón la del querer y no poder; a menudo regresaba a casa con la mirada perdida en si mismo, con sus pergaminos debajo del brazo y el ánimo encorvado sobre su espalda. Él, que tanto empeño había puesto en emprender aquella aventura, flaqueaba en su voluntad y parecía querer dejarse ir a merced de la derrota.
Pero hay que comer todos los días; ése fue el sino inmutable que me impulsó a cometer un acto del cual mucho después tendría que arrepentirme.
    Una noche, después que Arelio volviera a nuestro cubiculum, borracho y ahíto de desesperación, colé entre sus papeles una de mis poesías. No era gran cosa, una estúpida oda al amor, palabras que apenas engarzaban las unas con las otras. ¿Quién sabe si el designio de las musas no acabaría por sonreírnos? Fue así como la conocí; Livia, la mayor embaucadora que jamás conoció la Ciudad Eterna, la esposa del Divino Augusto.
    Recuerdo aquellos versos como si los hubiera escrito hoy mismo, en el ocaso decrépito de mis días.

Si alguien en la ciudad de Roma
Ignora el arte de amar,
Lea mis páginas, y ame instruido por mis versos.
    Continuaba de igual modo, en rimas de medida más o menos nítida. Hablaban de barcos cuyas velas hinchaba el viento del amor, de remos que herían las límpidas aguas de un mar sereno; un melifluo canto que acabó embriagando el alma de Livia. Aquella noche Arelio regresó con el ánimo renovado. Su semblante tétrico y mortecino había cambiado, se sentó en el suelo y junto al débil fuego del hogar escribió sin parar hasta quedar extenuado. Cuando se durmió repasé sus notas. El mismo estilo rígido y falto de armonía de siempre; suspiré y me dejé llevar de nuevo en alas de la emoción.
    —¿Qué valor tiene la palabra? —declamó Arelio Fusco; parecía el mismísimo Cicerón. Se plantó en mitad del escenario con el cetro en la mano y la mirada perdida en la lumbre de los hachones que iluminaban la escena—. ¿Qué esencia esconde la poesía, capaz de moldear el espíritu?
    Aquella noche me había llevado con él. Estaba nervioso y se movía sin parar de un sitio a otro.
    —Mis papeles Ovidio, no olvides mis papeles —repetía una y otra vez—. Quizás esta noche cambié nuestro destino, mi buen Ovidio. La fama me espera a las puertas del anfiteatro. Saldré en triunfo de su mano y Roma entera me aclamará por fin.
    Yo sonreí para mis adentros y accedí a acompañarle; la función debía continuar.
    El pueblo se acomodaba en graderías de césped; como abejas que acudieran a libar el polen de las flores, hombres y mujeres de toda condición se amontonaban para deleitarse con aquellas palabras declamadas en la noche.
    Ella estaba allí, como una diosa —Venus riéndose desde su templo— que se deleitara de placer.
   
    Ya nos marchábamos cuando el pretoriano interrumpió a mi preceptor. Arelio levantó la cabeza; el pelo hirsuto y enmarañado le daba el aspecto de un fauno despistado.
    —¿Eres tú el poeta? —preguntó sin apenas mover su cuadrada mandíbula.
    Mi preceptor asintió.
    —Acompáñame.
    Livia era una mujer elegante, o tal vez la elegancia hecha mujer.
    —Dime, poeta. ¿Sabes cuanto daño pueden hacer tus palabras? —Arelio enmudeció. De repente se sentía un ser pequeño, diminuto; sus ojos vivaces miraban alrededor buscando una salida—. ¿El orador elocuente ha perdido el don de la palabra? ¿No parecías mudo hace unas horas? —Livia se aproximó como una serpiente, buscando enroscarse entre las piernas de su víctima inocente.
    —No se que quieres decir. Si no te ha gustado mi recital, puedo hacer los cambios que desees. Mira, aquí mismo tengo mis papeles.
    —No necesito leer tus papeles, llevo tus palabras grabadas a fuego en mi alma. "Si alguien en la ciudad de Roma..." —Livia deslizó sus dedos entre el vello revuelto que adornaba el pecho de Arelio. No era un hombre atractivo al sexo femenino, pero aquella noche de primavera romana, el triunfo parecía haberlo transformado en el mismísimo Apolo.
    —¿Quién es el muchacho que aguarda en el peristilo? —quiso saber.
    —Se llama Ovidio, es mi pupilo. Es el hijo de un noble caballero de la ciudad de Sulmona.
    Como bien había dicho Livia yo aguardaba a Arelio en el peristilo de la casa, jugando con unos peces de extraños colores que jugaban al escondite entre los nenúfares del impluvium.
   —Despídelo. Entrégale unas monedas; ya es un muchacho, no le costará hacerse un hombre con alguna mujer en el barrio de las meretrices.
Un criado vino a buscarme; ni siquiera abrió la boca, dejó sobre la palma de mi mano unas monedas de oro, las más grandes que jamás había visto en mi vida, y se marchó tan sigilosamente como había venido.
El cuerpo desnudo de Livia era como un laberinto. Con el lenguaje de los dedos trazó su mensaje en la espalda de Arelio, el cual se estremeció con una mezcla de temor y pasión desenfrenada.
    —Recita para mí, poeta. Embriágame con el dulce néctar de tus palabras —Livia deslizó un murmullo de lujuria en los oídos de mi preceptor.
    El vino predispone el ánimo. Y las frecuentes libaciones disipan la maraña de la vergüenza con suma facilidad.
    —...la frescura de tú tez y las gracias de tú cuerpo ¿Habría de enumerar las virtudes que te ensalzan? Antes contaría las arenas del mar... —Arelio Fusco continuó, ebrio ante la desnudez de Livia, herido de pasión y frenado por la mano invisible de la cordura.

    La noche se fue deslizando con pereza; Roma, la puta desdeñosa, amaneció. Las aguas del Tiber resbalaban cenagosas y pútridas bajo los puentes. Los que hallaron el cuerpo Arelio Fusco dijeron que tenía una expresión idiota. Yo lloré a mi preceptor como el niño que era, pero más aún lloré por la desgracia que le habían supuesto mis palabras. Oculté el verso envenenado y seductor que le arrojó a lecho ajeno, lo escondí en la memoria y lo enterré bajo cientos de pergaminos que el tiempo fue acumulando sobre su recuerdo. Pobre Arelio Fusco que tan sólo quiso ser poeta, agradar a la puta de Roma con su lírica. Siempre he recordado sus palabras, incluso ahora que el mundo me reconoce como el gran Publio Ovidio. Nunca ames a una ramera, nunca ames a Roma.
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