© Silvia Ochoa Ayensa
Alfred se despertó aquella noche con el armónico y entusiasta latido de un corazón y no era el suyo, puso su mano derecha sobre su pecho para comprobarlo; aquel latido se insinuaba a través del frondoso bosque. Alfred se asomó a la ventana y vislumbró una inmensa luna llena que parecía bailar risueña gracias al tintineo de las estrellas, un espectáculo maravilloso se abría ante sus pupilas. Un búho se posó en el magnolio de enormes piñas que tenía el joven frente a la ventana de su habitación, y pudo ver sus ojos brillantes, parecían encerrar sabiduría en ellos. Alfred se frotó los ojos, y se pellizcó en los mofletes dejándoselos sonrojados, pero no era un sueño aquello que se dibujaba ante su ventana. Días antes Alfred estaba apático, triste, inapetente, enojado, cargado de rabia... sus padres habían fallecido en un terrible accidente de avión cuando iban a una reunión de negocios y sus abuelos quedaron a su cargo, no contaba con más familia. Sus abuelos vivían en una casita en la sierra de Madrid, el abuelo siempre le había contado fantásticas historias sobre aquel lugar cuando era más chico e iban a visitarlo a la ciudad, historias que le fascinaban. Adoraba a sus abuelos, pero aquella terrible circunstancia lo dejó abatido y ya ni siquiera escuchaba a su abuelo, se encerraba en su habitación y se dejaba caer en la cama, embelesado con el techo y en el silencio más sepulcral. Pero aquella noche tuvo la necesidad de salir de su habitación y adentrarse en aquel bosque que había dejado a sus pupilas hipnotizadas. Se armó de valor y encaró las escaleras de la segunda planta dónde se encontraba su habitación hasta llegar a la puerta, tomó el pomo con su mano derecha y lo abrió. Frente a él miles de árboles (magnolios, cipreses, tilos, robles, gingos...), muchos de ellos centenarios parecían salir a su encuentro, la luna iluminó un sendero, estaba seguro de que quería que lo siguiera y así lo hizo. No se había dado cuenta, pero había salido descalzo y en pijama, por un momento sintió frío y comenzó a temblar, pero no quería volver sus pasos hacia atrás, la hojarasca parecía protegerle algo los pies. Sin darse cuenta llegó hasta un claro en el bosque, en el centro mismo se hallaba un árbol, un señorial roble, que parecía tocar aquel azabache cielo cargado de estrellas. De pronto aquel latido que había escuchado desde casa se acentuó y resonó sobre sus sienes: pum- pum-, pum- pum,- pum-pum..., cada vez que se acercaba más al roble más lo escuchaba. «No es posible, los árboles no tienen corazón», musitó para sí. Pero aquel latido se había adentrado hasta el propio corazón de Alfred contagiándolo, parecía un hermoso hermanamiento, como si se reconocieran. El joven optó por acercarse más y poner su oreja derecha en la corteza del árbol, aquello parecía una locura, pero tenía que hacerlo. Y de pronto ...pum-pum-pum, pum..., aquel árbol tenía corazón sin ninguna duda. Estaba fascinado, emocionado, en ese instante lleno de vida. Su rabia y su dolor habían desaparecido sin más.