6 de febrero de 2011

ARENA FRÍA


© Javier Garrit Hernández

    «Pues cae la noche y ya se van nuestras miserias a dormir...», dice una de las canciones de Joan Manuel Serrat, y así era en Vinaròs cuando llegaba la noche de Sant Joan; pero en todas las reglas hay, como siempre ha habido y siempre habrá, excepciones; aquel era el caso de Eduardo, quien sentado en la arena de la playa, pasaba las horas con nostalgia, mirando, con los ojos cristalinos, la linea del mar con el cielo estrellado. Llevaba allí sentado más de dos horas. Había visto los fuegos artificiales, aunque no les había prestado una  pronunciada atención. Oía, aunque no escuchaba, la música de un grupo local que hacía versiones de grupos modernos; algunas de aquellas canciones eran grotescas imitaciones de las originales, los instrumentos sonaban desafinados y la voz de la cantante tenía tan alto el nivel que sonaba distorsionada, por lo que era inaudible el contenido de las letras.
    Eduardo, que contaba con treinta y dos años, no hubiera salido de casa de no ser por sus amigos, los cuales no dejaron de intentar convencerlo hasta que él accedió. Habían estado en uno de los pubs; allí habían conocido a unas chicas con las que habían estado hablando, una de ellas había mostrado cierto interés por él. Se habían apartado disimuladamente del grupo de amigos y estuvieron hablando un buen rato. Habían congeniado a la perfección. De pronto Eduardo se fue.
    Allí sentado sobre la granulosa arena de la playa miraba la media luna, que parecía una rodaja de melón. Desde la feria, situada en el paseo Fora Forat, le llegaban los sonidos de ésta, mezclados con la distorsionada voz de la cantante del grupo. Giró la cabeza hacía atrás y vio la multitud paseando por el paseo. Más allá, en la misma playa, unos jóvenes se sentaban. Dos de ellos, un chico y una chica, se quitaron la ropa, quedando solamente con la ropa interior, y se dirigieron hacía las suaves olas, se internaron en el oscuro mar y estuvieron bañándose. Al ver la imagen de aquellos jóvenes se recordó, un año antes, con María su novia:

   Habían estado en la feria. Él le consiguió un oso de peluche, en la caserna de tiro. Ella iba felizmente con su peluche, se detuvo y le dio un beso a Eduardo en los labios, beso que él, por supuesto, le devolvió. Se detuvieron un momento frente a la carpa, en la playa, donde un grupo nacional daba un concierto para los jóvenes. Allí saltaron, rieron y corearon las canciones más conocidas. Luego se fueron a la playa, se descalzaron y se sentaron en la arena. Se besaron prolongadamente, varias veces, mientras se decían lo mucho que se querían. Llevaban juntos seis años y al año que venía se tenían que casar. Ya tenían la fecha; el mismo 24 de junio, la iglesia; la Arciprestal de Vinaròs, el restaurante en Sant Carles de la Rapita, donde celebrarían el banquete y una lista de invitados que todavía podía ser modificada. Recordaron cómo se conocieron seis años atrás:

    Él conducía su coche, un Ford Escort. De pronto otro vehículo, un Seat Ibiza, apareció saltándose el Stop, los dos coches colisionaron, pues Eduardo no tuvo tiempo de frenar, ni de esquivar el vehículo que conducía María. Los dos bajaron de sus respectivos coches y comenzaron a discutir. Eduardo le reprochaba el haberse saltado el Stop, mientras que María aseguraba que, a causa de los contenedores de basura que había en la misma esquina, no había tenido suficiente visibilidad de la calle, como para ver que se aproximaba un vehículo. Al cabo de unos minutos acordaron rellenar el parte del seguro. Eduardo, en señal de cordialidad, indicó en su parte la alegación de María al respecto a los contenedores, dándole en ese punto la razón. Pero aquel pequeño favor que Eduardo le hacía tenía un precio, como él mismo le había indicado: una cena.
    Aquella noche fueron a cenar y se lo pasaron tan bien mutuamente que decidieron repetir. Aunque nunca lo dijo, María aceptó ir a cenar con Eduardo, no por el favor de darle parte de la razón, sino, porque la calidez de la voz de él le había agradado desde el principio.

    Allí sentados en la arena habían recordado aquel primer encuentro, pues ocurrió en el mismo día de Sant Joan. Era su aniversario, por eso habían elegido que el día de su boda fuera el mismo; el 24 de junio. María se quitó la ropa y se quedó en ropa interior. Le pidió ir a bañarse, pero Eduardo le tenía pánico al mar por la noche. Ella lo sabía y aquello hacía que su novio le pareciera muy tierno. Se dirigió hacia las suaves olas, diciéndole que enseguida volvía a salir. Entró corriendo en el agua mientras las suaves olas acariciaban sus suaves piernas, entró un poco más y se sumergió. Volvió a emerger alzando la mano para saludar a su prometido. Él la saludó al mismo tiempo desde la arena. Entonces todo ocurrió muy rápido, las olas comenzaron a tomar más intensidad. María intentó salir, pero se había metido muy adentro y no hacía pie. Una de las olas la sumergió.
    Después lo único que Eduardo recordaba era estar de rodillas en la arena mirando como aquel chico de la Cruz Roja intentaba reanimar el cuerpo inerte de María, pero ya era demasiado tarde para ello.
    «Se acabó, el sol nos dice que llegó el final.», dice aquella misma canción de Serrat. Eduardo despertó de sus recuerdos, llevaba allí casi toda la noche. Miró al frente y vio cómo comenzaba a clarear sobre la linea que separaba el mar del cielo; el sol comenzaba a salir. Miró a su alrededor, un joven vomitaba en un rincón de la playa, una pareja dormitaba sobre la arena. Eduardo se levantó y fue hasta la orilla, donde las olas golpeaban sus piernas. Levantó la vista y miró mar adentro. Ni siquiera se quitó los zapatos, entró en el agua y caminó un momento por la orilla, luego se internó en el mar y se lanzó zambulléndose. Había esperado a que amaneciera,  pues su temor a las oscuras aguas por la noche no le había permitido entrar en el mar; era algo irracional, lo sabía, pero no podía evitar que fuese así, ni siquiera en aquellas circunstancias. Comenzó a nadar hacía adentro; nadó sin detenerse hasta que se quedó sin fuerzas en los brazos, miró hacia atrás y vio la playa allá a lo lejos. Intentó seguir nadando hacia adentro, pero sus brazos comenzaron a flaquear, siguió intentando nadar, pero las olas no se lo permitían. Ya no podía más, se comenzó a hundir, no intentó ofrecer resistencia, quería unirse con su querida María. No había podido nunca superar su muerte y se culpaba de ello, por esa razón quería morir como ella, y el mismo día. Mientras se hundía, podía oír, todavía, sus propios pensamientos: «Si no me hubiera quedado en la arena ella seguiría viva», «hubiera tenido que ir con ella ó no dejar que fuera sola». Aquel 24 de Junio Eduardo había decidido que se reuniría con María, tal como lo hubieran hecho ese mismo día, si ella no hubiera encontrado la muerte un año antes. No habría boda, pero nada en el mundo le impediría reunirse con ella en la otra vida, si ésta existía.
    Desde aquel 24 de junio en el que María se ahogó, cada vez que Eduardo se sentaba en la arena de la playa un escalofrío recorría su cuerpo, como si aquella arena le transmitiera un frío que él mismo no era capaz de explicar; como si aquella playa tuviera siempre la arena fría.

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