Los dos solos
© Teresa Hernández
Apenas despegamos los labios durante el trayecto. Habíamos mantenido los ojos fijos en el asfalto, cada uno sumido en su propio tumulto interior, convirtiendo el ritmo de Springsteen elegido por la emisora de radio en nuestra banda sonora particular. Le miré de soslayo cuando cambié de marcha. Llevaba varios días sin afeitar, y con la barba incipiente parecía mayor. Quise ver en ese gesto suyo un intento de agradarme, de igualar nuestras edades.
—¿Todo Bien?
—Todo bien.
Nuestro equipaje no era ligero. Los dos cargábamos con mochilas repletas de pesados compromisos. Sabíamos lo mucho que podíamos perder y la dudosa recompensa que recibiríamos a cambio. Hubiera sido muy fácil dar un volantazo y dejarlo estar, regresar a nuestro hábitat natural. Pero yo no giré ni él me lo pidió. Su respiración profunda me incitaba a pisar a fondo el acelerador. Nos lo debíamos; ambos lo deseábamos.